Los límites del mal
El mal avanza. Con maquillaje, con sonrisas, con protocolos, con acuerdos nacionales e internacionales, con presiones para llegar a un consenso, con el vestido de la tolerancia y de los “derechos humanos” interpretados según la conveniencia de ciertos grupos de poder.
Organizaciones complejas y aparentemente defensoras de la justicia y de los débiles, algunas enriquecidas gracias a “donativos” multimillonarios, defienden programas en favor del aborto, de la destrucción del matrimonio y de la familia. Partidos políticos llevan adelante una agenda, revestida con la excusa de promover la libertad y la tolerancia para todos, en la que se permiten divorcios rápidos, repudios sin necesidad de justificación alguna, “matrimonios” homosexuales, abortos fáciles y eutanasias voluntarias. Gobernantes poderosos dicen defender la paz mundial e inician guerras desastrosas que causan el sufrimiento de millones de personas.
El mal parece triunfar. En tantos millones de pobres que son asistidos por una Iglesia siempre criticada mientras son abandonados por famosos filántropos, más interesados en los preservativos que en comprar medicinas para la malaria. En tantas guerras olvidadas que riegan de sangre rincones de América, África y Asia, mientras algunos países ricos no dejan de vender armas a los combatientes. En tantos jóvenes que son educados en una sexualidad “liberada” y que llegan a la edad adulta sin capacidad de autocontrol, sin ilusiones y sin trabajo. En tantos ancianos que se sienten marginados por una sociedad eficientista que admite sólo a las personas sanas y pudientes y que deja de lado a los enfermos y los pobres, sin ofrecerles más alternativas que el aislamiento o la eutanasia.
El mal controla grupos de pensadores y de ideólogos, burócratas en los pasillos de flamantes organizaciones internacionales, artistas y productores de películas y de literatura. Controla a grupos de científicos, dispuestos a destruir miles de embriones humanos con promesas de curaciones maravillosas que encandilan a millones de personas. Controla a médicos que ven más rentable recetar anticonceptivos y realizar abortos que trabajar sinceramente para que se respete la vida y la salud de todas las madres y de todos los hijos (sin discriminaciones por su mayor o menor “calidad de vida”).
El mal parece reinar. “Parece”, porque en realidad es débil, es pobre, es frágil, es efímero. Causará mucho daño y engañará a muchos. Dejará mañana, como ayer y como hoy, millones de heridos y de muertos por la guerra, por el hambre, por el aborto, por la tristeza de quienes viven marginados. Pero el amor, la verdad, el respeto a la vida y al amor verdadero, la bondad profunda que se esconde en un número incontable de corazones, en tantas familias que viven con amor y para el amor, es mucho más fuerte.
El mal llegará hasta un límite. Tal vez algunos logren arrancar declaraciones en reuniones de la ONU en favor del aborto y de la mal entendida “salud reproductiva”, en contra de la religión y la familia, en contra de la justicia y del respeto a todos. Pero nunca podrán apagar la sed de amor y de justicia, el deseo de vivir en familias donde reine la armonía y el amor, donde el hijo sea visto como un don de Dios, donde los pobres sean acogidos, respetados y ayudados por poseer una dignidad que nadie debería negarles.
El mal se detendrá, sobre todo, ante el límite del Amor de Dios. Un Dios que se nos ha manifestado en el Siervo de Yahveh, en Jesús, Hijo del Padre e Hijo del Hombre. Ese Jesús que nos ha revelado “que el límite impuesto al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en definitiva la Divina Misericordia” (cf. Juan Pablo II, Memoria e identidad, pp. 69-73).
El límite del mal, la misericordia infinita de un Dios bueno, nos abre a la esperanza, nos indica cuál es la última palabra de la historia humana: el amor hecho perdón, acogida, servicio y respeto para todos. “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35).