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Lo que de mí depende

Lo que de mí depende...

Epicteto era un sabio que vivió entre los siglos I y II después de Cristo.

En uno de sus escritos nos invita a distinguir entre las cosas que dependen de nosotros, y las que no están en nuestro poder. Quien reconoce la diferencia que existe entre lo uno y lo otro, vivirá sabiamente. Trabajará por hacer bien eso que está en sus manos. Acogerá, con serena resignación, aquello que “ocurre” sin haber podido hacer nada por evitarlo.

Esta distinción puede sernos muy útil. Muchas veces nace en nosotros un sentimiento de pena o de amargura por acontecimientos que no estaban en nuestras manos, que no habríamos podido evitar nunca. Un terremoto, una tormenta tropical, un virus que llegó a nuestros pulmones “gracias” a una brisa imprevista: miles de hechos ocurren sin que el esfuerzo del hombre más prudente pueda ser capaz de huir de ellos.

Algunos de estos hechos nos producen daños enormes. Pero no deberían ser motivo de remordimiento. Es verdad (no hay que olvidarlo) que con un poco de espíritu previsor algunas cosas pudieron ser evitadas (el espíritu previsor entra en las cosas que dependen de cada uno). Pero también es verdad que con todas las previsiones del mundo a veces explota una rueda en la autopista, o nos cae un ladrillo mientras caminamos por la calle, o comemos un pescado en un restaurante que nos provoca una fuerte infección intestinal.

En cambio, hay otra gran cantidad de hechos que sí dependen de nosotros. Ponerme o no ponerme un abrigo al salir de casa, ver este o aquel programa de televisión, ir o no ir a tal discoteca, fumar o no fumar este cigarrillo. Cada uno puede escoger, puede decidir por dónde ir, qué lugar escoge de vacaciones (si tiene dinero, claro), cuándo va al cine con los amigos, cómo se preparará para cuando llegue la epidemia de gripe este invierno.

En el ámbito de lo que está en nuestras manos nacen un sinfín de remordimientos. Sentimos un dolor profundo porque escogimos mal, porque nos equivocamos, porque nos dejamos llevar por la pasión o las prisas. Había que estudiar para ese examen, pero preferí irme de fiesta con los amigos. Mis padres esperaban que llamase por teléfono, y les di un gran disgusto al dedicar todo mi tiempo a unos juegos de apuestas. Un amigo enfermo necesitaba mis palabras de ánimo, y pasó otro día completamente solo en el hospital, con su angustia y su tristeza.

Sentimos pena por tanto mal que hicimos, por tanto bien que dejamos de hacer. Sentimos rabia por habernos equivocado al comprar un objeto que parecía bueno y que sólo nos ha creado mil problemas en la familia. Sentimos remordimiento por habernos ido demasiado pronto de vacaciones cuando en casa padres o hijos necesitaban un poco de nuestra ayuda.

Muchas cosas dependen de mí, hoy, en este día. Mi conciencia me ilumina. Los ojos de los que aman me interpelan. La presencia respetuosa de Dios me susurra dónde está el bien, cuál es el buen camino. Me toca a mí decidir.

El resultado, sin embargo, será una mezcla entre lo que he decidido, lo que estaba en mis manos, y las mil conexiones de la vida que ya no dependen de mí, los miel juegos “del azar” (los cristianos deberíamos decir “de la providencia”) que se entrecruzan y que llevan a resultados que nos sorprenden, sea por el dolor no esperado, sea por alguna ayuda no prevista que llega en el momento justo, que nos ayuda en una situación especialmente difícil.

El compromiso por hacer el bien es la ley de la conciencia buena. Aceptar un resultado no tan bueno es propio de un hombre sabio. Descubrir que, detrás de todo, había un Dios misterioso y bueno que movía los hilos de la historia es propio del hombre santo, del cristiano auténtico. Ese que puedo ser si decido, libremente, decir que sí a la voz de Cristo que me habla en el Evangelio, que me pide confiar en el Padre. Un Padre que cuida hoy de cada uno de los pájaros del cielo, que me mira y me ama con su Corazón Bueno, en medio de las mil aventuras de la vida.