En uno de sus libros, S. Pinckaers nos habla de un asunto que me resulta especialmente atractivo: la libertad, y en concreto de un tipo de libertad que tiene nombre y apellido: Libertad de calidad. Desafortunadamente, estos temas suelen ser tratados paciflorinamente por algunos autores, y este es el motivo de que no sean leídos por el gran público.
Pongamos en ejemplo: Si nos compramos un piano, aunque no sepamos nada de música, somos libres de golpear cada tecla como nos dé la gana, pero esta libertad es rudimentaria, en cierta medida, salvaje; y nos impide tocar convenientemente aun lo más fácil sin errores. En cambio, quien posee el arte de tocar el piano ha adquirido realmente una libertad nueva: la capacidad de tocar convenientemente todas las piezas que quiera, y de componer otras nuevas.
La libertad, en el plano musical, se puede definir como: un poder lentamente adquirido de ejecutar con perfección las obras que deseamos. Pero hace falta ejercitarse de acuerdo a una disciplina firme y estable, hasta formar destrezas y desarrollar de hábitos.
Las etapas principales de la educación moral para adquirir la libertad de calidad son comparables a las etapas de la vida, a saber: infancia (disciplina); adolescencia (progreso); edad adulta (madurez o perfección de la voluntad).
Aquí se manifiesta de nuevo, una forma de libertad muy diferente a la elección entre cosas contrarias. Es una libertad sometida a unas reglas, pero es mucho más efectiva y se apoya sobre esas mismas normas para vivirla en plenitud. No se confunde con la libertad de cometer errores, torpezas, pecados, sino que reside más bien en la capacidad de evitarlos, sin que esto nos suponga un esfuerzo demasiado grande. Es propiamente una libertad de calidad, ya que nos capacita para lo que es mejor.
En contra de lo que muchos piensan, la ley es una ayuda exterior necesaria al desarrollo de la libertad, en conexión con el atractivo por la verdad. La ley es particularmente necesaria en la primera etapa de la educación.
El amor por el bien, y lo verdadero, no limita nuestra libertad, sino que es su fundamento. Somos libres, no a pesar de esa tendencia, sino a causa de ella, y cuanto mejor desarrollemos ese gusto, más libres seremos, por lo tanto, somos atraídos por lo que es amable, mucho más que por la obligación de lo impuesto.
Sin embargo, al igual que en las artes y en los oficios, la experiencia nos muestra que existe una larga distancia entre nuestros buenos propósitos y nuestras capacidades, entre nuestras intenciones y nuestras realizaciones. Al comienzo de la vida moral, somos semejantes a los niños, poderosos en deseos y proyectos, pero débiles en voluntad. De ahí la necesidad de una educación, en el terreno moral, comparable al aprendizaje del dominio de las artes. Por lo tanto debemos aprender nuestro oficio de hombres mediante la educación de nuestra libertad.
En el plano moral, la madurez de la libertad desarrolla una energía que no decae. Es, por tanto, al mismo tiempo, comienzo y fin; es el fin de la educación, pero da el poder de emprender y de llevar a buen término las mejores obras. Paralelamente, la perfección del hombre -como ser corporal y espiritual- no nos permite poner un término a nuestros esfuerzos, es en nosotros un impulso que nos anima incansablemente a obrar de la mejor manera.
Cuanto más avanzamos en el plano moral, más nos vemos arrastrados por el crecimiento de la sabiduría y del amor que inspiran nuestra libertad a tomar iniciativas de calidad. En definitiva, la libertad de calidad se puede definir como la capacidad de obrar con calidad y perfección cuando nos dé la gana. Porque nos hemos capacitado para ello. Así pues, en la medida que crecemos en las virtudes y destrezas somos más libres, y aunque suene raro: mejor libres.