Mucho se ha discutido recientemente con motivo de la legalización del “matrimonio homosexual” en el Distrito Federal sobre los límites de la ley humana. Las declaraciones del Cardenal Rivera han encendido además una fuerte polémica, donde los defensores del “estado laico” desean que sea castigada la indebida ingerencia de la autoridad eclesiástica en la esfera civil, y se consideren como forma de intolerancia y discriminación las intervenciones de la Iglesia para denunciar la inmoralidad de tal ley.
Como suele suceder, en medio del fragor de la discusión y lo apremiante de la situación, se han dado bastantes inexactitudes para explicar los contornos del problema; imprecisiones que algunos, podemos suponer que deliberadamente, han aprovechado para atacar, calumniar o por lo menos difundir confusión y desprestigiar a la jerarquía católica.
En el fondo el problema es mucho más profundo, y por ello interesante: ¿existe una ley natural?, ¿existe una ley divina? De existir, ¿podemos conocerla?, ¿con qué certeza y seguridad?, ¿quién la conoce? Si una ley humana se opone a la ley natural y a la ley divina ¿debemos obedecerla?, ¿hay que oponerse a ella?, ¿hasta que punto?, ¿es legítimo el recurso a la rebelión o a la violencia? ¿Quién define qué es de ley natural y qué no, o cuándo una ley es injusta? ¿Se opone o recela la Iglesia de la democracia?, ¿por qué? La discusión está servida.
Primero hay que delimitar dos problemáticas diversas que parecen confundirse en la actual controversia: la relación entre el poder espiritual y el temporal de la Iglesia, y por lo tanto su ingerencia en los asuntos públicos, por un lado; y la defensa, promoción y divulgación de la ley natural por otro. Son dos cuestiones diferentes, que en el momento presente se tocan, pero que es metodológicamente erróneo o tendencioso mezclar.
La relación de la Iglesia con la autoridad civil no ha sido uniforme a lo largo de los siglos, ni en la práctica, ni en la doctrina; existen sin embargo algunos puntos constantes, en concreto dos, muy valiosos: “toda autoridad viene de Dios” y por lo tanto el deber de respetarla y de colaborar con ella, y el principio de la separación de los poderes eclesiástico y civil, y en consecuencia, su mutua autonomía: “dar al César lo que es del César a y Dios lo que es de Dios”. La forma en que se han desarrollado en la práctica y en la doctrina estos principios a lo largo de los siglos ha sido muy diversa, aunque siempre dentro de esos márgenes. La doctrina eclesiástica reciente invita a una “mutua colaboración” y denuncia las presiones laicistas de relegar la práctica de la religión al ámbito de la conciencia, por empobrecer a la sociedad al rechazar la fecunda colaboración que puede existir entre fe y razón. Además, también el magisterio contemporáneo, alaba y recomienda la forma de organización democrática como la más apta y respetuosa de la dignidad humana.
La segunda cuestión, mucho más compleja, es la de la ley natural. La ley divina podemos obviarla, porque para los efectos de la discusión presente se identifica en la práctica con la ley natural. Es importante subrayar que se trata de un asunto diverso del tratado en el párrafo anterior, porque con frecuencia se confunden para inducir al error. La ley natural no es un “dogma” cristiano; de hecho su origen como tal no es cristiano, sino estoico (griego-romano, anterior al cristianismo). El pensamiento cristiano la ha adoptado consciente de que se trata de un patrimonio racional de la humanidad: su base es la razón, no la práctica religiosa, aunque muestra de modo admirable la armonía y el equilibrio que pueden existir entre la fe y la razón. No se trata en consecuencia de la imposición dogmática de unos principios religiosos particulares, sino de la defensa, si se quiere desde la fe, de un patrimonio común de la humanidad. Que no se trata de un dogma católico particular puede constatarse consultado el reciente documento de la Comisión Teológica Internacional: “A la búsqueda de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural” donde basa la doctrina de la ley natural en el consenso moral existente entre las principales tradiciones religiosas: judaísmo, Islam, budismo, hinduismo, etc.
Dicho esto, se puede afirmar, sin temor a ser intolerante o intransigente, que cabe un disenso respecto de una ley democrática. La democracia no es moral ni justa automáticamente, por eso no es antidemocrático oponerse a una ley injusta, ya que el sentido de la democracia es la justicia. ¿Cuándo es injusta una ley humana? Cuando se opone a la ley natural; es injusta por oponerse a la naturaleza racional del hombre, no porque lo diga un cardenal. Ahora bien, el cardenal, como cualquier persona civilizada, tiene derecho a expresar su opinión, la cual no debe ser discriminada por motivos religiosos, es decir, por tratarse de un cardenal. Cuando la democracia se convierte en un sustituto de la moralidad se vuelve panacea de la inmoralidad, cuando una ley es contraria a la moral –léase recta razón, o justicia- deja de ser ley para convertirse en un acto de violencia.