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Legalizar el matrimonio homosexual

La legalización del “matrimonio homosexual”, a finales del mes de junio de 2005, en España y en Canadá (ya había sido aprobado anteriormente en los Países Bajos y Bélgica) es, en buena parte, el resultado de tres grandes movimientos ideológicos y culturales.

El primero arranca de la Revolución francesa, a partir de quienes han considerado que el Estado debería regular cada vez con mayor poder invasivo la realidad del matrimonio, hasta el punto de arrogarse el poder de definir cuál sea la esencia del matrimonio.

Por este motivo, en los últimos 200 años se han promulgado leyes que permiten el divorcio, y, recientemente, leyes que regulan otras formas de convivencia, como las así llamadas “parejas de hecho”, a las que se confiere derechos similares a los que son propios del matrimonio. Como última etapa en este proceso se ha llegado a la pretensión de definir qué se entiende por matrimonio y de legislar sobre lo que puede recibir este nombre, como si se tratase de algo que puede cambiar según cambian los gustos de la gente o las mayorías parlamentarias.

En realidad, el matrimonio precede al Estado: es algo original y no sometido a las decisiones de una dictadura o de un partido político. El Estado, por lo tanto, no debería imponer leyes arbitrarias sobre esta institución natural. Su competencia reguladora debería limitarse a aclarar y dirimir aspectos sociales de las uniones matrimoniales, para evitar abusos, para promover la convivencia y, sobre todo, para proteger y fomentar las riquezas propias del matrimonio y de la familia.

El segundo movimiento se ha desarrollado a partir de la “ideología contraceptiva”, que ha llevado a vivir la relación conyugal entre los esposos cada vez más como algo desligado de la procreación. Especialmente a partir de la píldora Pincus y de los siguientes productos anticonceptivos, las parejas han podido vivir su sexualidad sin el “peligro” de que sean concebidos nuevos hijos. La mentalidad anticonceptiva ha culminado con la difusión del aborto, usado en no pocos casos como una especie de “anticoncepción” de emergencia, sin olvidar que no pocos métodos anticonceptivos pueden tener también efectos abortivos.

Cuando Pablo VI escribió, en 1968, la encíclica Humanae vitae, intuyó los graves peligros que, a la larga, nacerían si se generalizaba el uso de anticonceptivos. Especialmente reconocía el peligro de que el hombre perdiese el respeto hacia la mujer, y de que se difundiese una mentalidad en la que la transmisión de la vida fuese vista como algo opcional, sometido completamente a los deseos humanos (inclusive de algunos gobiernos que pretendiesen controlar la fertilidad de sus pueblos).

A estos abusos podríamos añadir, continuando las reflexiones de Pablo VI, la difusión de un modo de ver la sexualidad simplemente como búsqueda de placer sin respetar su sentido original. Sólo cuando reconocemos la estrecha relación que existe entre los significados unitivo y procreativo en el acto sexual resplandece con toda su belleza la vida matrimonial.

Después de más de 35 años, los resultados dan la razón a la Humanae vitae. Es evidente el incremento de la promiscuidad sexual entre jóvenes y adultos, de la mayor infidelidad de los esposos, del divorcio, del aumento de los nacimientos fuera del matrimonio, del dilagar de enfermedades de transmisión sexual. Además, la sexualidad humana está siendo vista por muchos como algo referido solamente al placer y a las opciones libres de las personas, sin el horizonte de compromiso que es propio del matrimonio, y sin abrirse a la procreación.

Las bajas tasas de natalidad de los países ricos muestran el triunfo de esta ideología anticonceptiva y preparan el “humus” en el que se ha desarrollado el movimiento homosexual.

Encontramos así el tercer movimiento ideológico que ha llevado a la nueva ley española: el movimiento homosexual. Tal movimiento tiene su origen en las reivindicaciones de algunos grupos de homosexuales que han conseguido un amplio poder en el mundo de la cultura, de la comunicación, de la política. Estos grupos ven la propia actividad sexual como plenamente legítima en la vida social, y con derechos a un reconocimiento idéntico al que se da a las demás uniones matrimoniales aceptadas por el estado. De hecho, los actos homosexuales naturalmente están cerrados a la vida, lo cual, por culpa de los abusos de la anticoncepción, también ocurre entre muchas parejas heterosexuales.

La fuerza de la ideología “gay” es tal que han llegado a condicionar los estudios de la psicología. En no pocos países resulta sumamente peligroso el que algún psicólogo insinúe que la homosexualidad “se pueda curar”, o manifieste la idea de que se podría ser tratada como si fuese una “enfermedad”. Igual podemos decir de la ética: declarar los actos homosexuales como algo inmoral conlleva el riesgo de ser acusado de “homofobia” y puede ser motivo de persecuciones y ataques de diverso tipo. La política también ha quedado seriamente afectada: se presiona, estigmatiza, aísla o persigue de distintas maneras a aquellos políticos que se oponen a las reivindicaciones de los grupos “gay”. La Iglesia católica y otras religiones son cada vez más criticadas en el mundo de la cultura y en aquellos medios de comunicación que avalan y promueven el “orgullo gay”.

Estos tres movimientos han cristalizado en la nueva ley aprobada en España en junio de 2005 a petición del gobierno socialista. Según el preámbulo de este texto legislativo, “la ley permite que el matrimonio sea celebrado entre personas del mismo o distinto sexo, con plenitud e igualdad de derechos y obligaciones cualquiera que sea su composición. En consecuencia, los efectos del matrimonio, que se mantienen en su integridad respetando la configuración objetiva de la institución, serán únicos en todos los ámbitos con independencia del sexo de los contrayentes; entre otros, tanto los referidos a derechos y prestaciones sociales como la posibilidad de ser parte en procedimientos de adopción”.

En realidad, esta nueva ley no respeta la “configuración objetiva de la institución” del matrimonio, sino que la redefine, al desvincularla de lo que debe ser: la unión de un hombre y una mujer abiertos a la vida a través de la complementariedad sexual. La palabra “matrimonio” queda, así, enmarcada en un nuevo contexto, en el cual el origen del matrimonio no es el amor unido a la complementariedad sexual de los contrayentes, sino sólo el amor o el afecto que éstos, hombres con hombres, mujeres con mujeres, hombres con mujeres, manifiesten entre sí.

El resultado, contrariamente a lo que pretende el gobierno español y los grupos homosexuales que lo apoyan, no va a ser la “conquista de un derecho” o la supresión de una discriminación, sino el abajamiento del “contrato matrimonial” a algo que seguirá recibiendo el nombre de “matrimonio” sin serlo realmente. A lo sumo, sólo habrá matrimonio en aquellas parejas heterosexuales que cumplan los requisitos que hacen válida su unión esponsal, entre ellos la aceptación de sus dos propiedades esenciales: unidad e indisolubilidad. No lo habrá, aunque abusen del nombre, entre las parejas del mismo sexo.

Sobre esta temática, la Congregación para la Doctrina de la fe publicó en el año 2003 el documento Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, con la explícita aprobación del Papa Juan Pablo II. Estas Consideraciones recordaban la doctrina católica y la reflexión racional sobre el verdadero matrimonio, e invitaban a oponerse al reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales.

Entre las motivaciones de orden racional que las Consideraciones (en el n. 6) ofrecen para oponerse a tal reconocimiento, encontramos la siguiente: “En este sentido es necesario reflexionar ante todo sobre la diferencia entre comportamiento homosexual como fenómeno privado y el mismo como comportamiento público, legalmente previsto, aprobado y convertido en una de las instituciones del ordenamiento jurídico. El segundo fenómeno no sólo es más grave sino también de alcance más vasto y profundo, pues podría comportar modificaciones contrarias al bien común de toda la organización social”.

En otras palabras: dar estatuto de “matrimonio” a las uniones homosexuales, y permitirles, entre otras cosas, el adoptar niños, crea un enorme desorden social al ofrecer a la gente la idea de que el comportamiento homosexual es no sólo normal, sino incluso algo protegido y tutelado como un “bien social”.

En realidad, en los actos homosexuales no se da la presencia de aquellos elementos de complementariedad biológica y antropológica que son propios del verdadero matrimonio. Esta complementariedad permite la apertura a la vida y la creación de aquellas condiciones ideales para educar a los propios hijos desde la riqueza que nace de convivir con unos padres de distinto sexo.

Oponerse con firmeza a leyes como esta, incluso con la objeción de conciencia (Consideraciones n. 5), será un testimonio de respeto hacia el verdadero matrimonio y a su papel en la configuración de sociedades sanas y de personas maduras. Ello no quita, desde luego, que los católicos, y especialmente los sacerdotes, mantengamos una actitud pastoral de acogida y respeto hacia las personas que tienen tendencias homosexuales, como recuerdan las Consideraciones (n. 4) citando la Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, Carta publicada en 1986 por la misma Congregación para la Doctrina de la fe.