¿Existe algo que pueda hacer llorar a un Papa? ¿Serán sus problemas de salud, sus cansancios, su vejez? Quizá un Papa llora porque hay cristianos perseguidos, porque hay mujeres maltratadas, porque hay niños que mueren de hambre o de tristeza, porque hay enfermos de SIDA a los que se les niega una medicina y un poco de respeto y de cariño.
Quizá un Papa llora porque en el mundo hay hombres que asesinan a otros hombres. Porque miles de desesperados se suicidan cada año, incapaces de mirar al cielo y de sentir que Dios nos ama a todos, también cuando creemos ser un fracaso viviente. O llora porque millones de mujeres que empiezan a ser madres deciden abortar a sus hijos, porque tienen miedo a la nueva vida o porque las obligan a eliminar aquello que podrían empezar a amar.
Quizá un Papa llora porque muchos jóvenes no descubren la belleza de la fidelidad prematrimonial en el noviazgo, ni el respeto con el que deben tratarse entre sí, ni la hermosura de una vida dedicada no sólo a divertirse, sino también al servicio de los demás.
Quizá llorará el Papa cuando vea millones de matrimonios fracasados. Hombres y mujeres que un día se juraron amor hasta la muerte terminan en un tribunal para obtener las máximas ganancias de una triste separación. En el reparto de culpas y de propiedades, a veces los hijos pequeños son tratados como un estorbo que molesta a los jueces y que deja heridas profundas en el esposo o la esposa que no puede "quedarse" con ellos...
Quizá llorará el Papa porque miles (millones) de niños trabajan con sueldos miserables para que otros niños, tal vez en los países más ricos del planeta, puedan tener un juguete electrónico, un balón de fútbol o una alfombra de colores en el cuarto de sus padres. O llorará ante tantos millones de trabajadores que no reciben ni la mitad de un salario justo y luchan cada día para que en casa al menos haya algo delante de la mesa de los más pequeños.
Llora. Sí, llora el Papa. También cuando ve a tantos católicos fríos, apáticos, insensibles a las necesidades de los demás, encerrados en sus dudas, sin fuerza para encender una hoguera de amor en un mundo que muere de frío y de desesperación. O cuando ve a algunos sacerdotes que no han sido fieles a su vocación y han caído tristemente en el pecado de la rebeldía, de la avaricia o, incluso, se han permitido abusos sexuales sobre niños y adolescentes...
Sí: el Papa debe llorar mucho. Serán lágrimas invisibles, pero no por ello menos sentidas. Juan Pablo II lleva en sus espaldas una cruz que pesa como pesan los dolores y las angustias de un mundo que sufre y muere cada día. Pero en sus ojos brilla un fuego particular, una esperanza, porque sabe que Dios no nos deja, que nos quiere locamente porque es Padre.
Son muchas las lágrimas del Papa. Quizá hoy, entre tantas penas, corra una lágrima distinta, furtiva, por sus mejillas de anciano enfermo. Una lágrima no de amargura, sino de esperanza, porque en este día un corazón ha dejado su egoísmo y ha entrado en el Evangelio. Un corazón que ha causado, sin saberlo, una lágrima feliz de un Papa bueno...