Lourdes es una isla de silencio y oración en pleno continente europeo. Los peregrinos van y vienen en callada piedad, día y noche, todo el año. Muchos de los peregrinos son enfermos en silla de ruedas o en camilla, acompañados por chicos y chicas que hacen de enfermeros voluntarios.
A veces es tanta la gente voluntaria en Lourdes que para ayudar hay que hacer cola, y no escoges necesariamente el tipo de ayuda sino que se te es dado: un buen ejercicio de ayuda desinteresada.
Aquella semana de verano a nuestra pequeña cuadrilla le tocó lavar platos durante algunas comidas y cenas solamente, pues los demás turnos estaban ya cubiertos. Nos tocó en los edificios nuevos del hospital. Nos pusimos un delantal de plástico y, ¡a lavar platos! Modernas máquinas industriales multiplicaban nuestra buena voluntad. Era un comedor de enfermos minusválidos. Voluntarias de otro grupo, con su uniforme de enfermera, se encargaban de repartir la comida y de asistir a aquellos enfermos que por sí mismos no podían tomar el alimento.
Nosotros veíamos aquello sólo de lejos. Las enfermeras iban y venían con platos sucios que te entregaban en las manos.
En un momento en que las máquinas hacían afanosamente su trabajo, mirando aquel comedor de ancianos y enfermos, vi a una chica joven que no tenía manos.
No era una de las enfermas. Era una de las azarosas enfermeras que iban y venían por todo el comedor sirviendo a los enfermos...
Vi cómo se acercaba a los enfermos y les ayudaba. Vi cómo cogía entre sus brazos una cuchara que metía en la sopa, y, con mucha precisión, la llevaba a la boca de una anciana que sí tenía manos pero que quizá ya no las controlaba o las tenía inmóviles. Una cucharada y otra cucharada... Yo, no podía creerlo. A esas alturas, de lo de lavar platos ya ni me acordaba...
Aquella enfermera seguía sirviendo a todo mundo. De pronto, con un plato vacío de sopa que sujetaba entre sus brazos, se acercó a nuestra zona de vajilla. Con manos temblorosas y un nudo en la garganta recibí el plato sucio que ella me entregó mientras sonreía. Era una chica francesa. Yo le devolví la sonrisa como pude... Ella se dio la media vuelta y se fue a seguir sirviendo a sus enfermos...
Aquella chica sin manos, feliz de la vida ayudando a los demás. Podría pedir ser cuidada, estar atendida... y, sin embargo, servía.
De esto fui testigo un día que se me ocurrió visitar Lourdes. ¿Qué cosas tan increíbles no sucederán ahí día tras día, año tras año?
María, desde tus santuarios, sigue tocando muchos corazones que descubran la más auténtica de las felicidades en la entrega a Dios y al prójimo.