De vez en cuando se escuchan afirmaciones como las siguientes: quienes creen poseer la verdad son peligrosos, pues en nombre de la verdad se han cometido innumerables crímenes; en nombre de algunas religiones que se han considerado a sí mismas como verdaderas (especialmente en nombre del cristianismo) se ha derramado sangre sin límites; los que pretenden tener razón son más peligrosos que las personas que viven en la duda o la indiferencia hacia cierto tipo de temas...
Ante afirmaciones como estas podemos hacer dos reflexiones. La primera, que quien las dice cree que es verdad lo que dice. De lo contrario, no diría nada. Cree que es verdad que quien piensa que posee la verdad es peligroso para los demás. Si es consecuente con lo que dice, debería aceptar que él mismo es peligroso al creer que posee esta verdad...
Para huir de esta paradoja habría que dejar de creer en cualquier verdad, también la anterior, para poder vivir en paz. Pero esa misma “solución”, ¿la consideramos verdadera o no? La paradoja, así, vuelve a empezar, pues si es verdad que hay que renunciar a toda verdad podemos ser violentos por creer que poseemos esta verdad ante quienes piensen de modo distinto...
La segunda reflexión va más a fondo. Pensar que uno “posee la verdad” no es sinónimo de ser violento, aunque ciertas “presuntas verdades” sí pueden ser motivo de violencia, mientras que otras verdades o creencias construyen la paz y el amor entre los hombres.
Si yo creo que Dios ama a todos los hombres, que invita a los pecadores a la conversión, mi actitud hacia los demás debería de ser de benevolencia, respeto, comprensión, mansedumbre. Si yo creo, en cambio, que el enemigo debe ser destruido, que otras razas no tienen derecho a vivir sobre la tierra, que los malhechores deben ser eliminados (aunque cometan delitos de poca importancia), que el aborto es un progreso de la humanidad... la agresividad encerrada en estas “certezas” podrá llevarse a la práctica de forma violenta y para daño de cientos, miles o millones de seres humanos.
No es correcto, por lo tanto, pensar que la “verdad” sea la causa de la violencia y los odios. La violencia se origina en los corazones, en ideas equivocadas e injustas sobre los demás. La actitud más correcta, entonces, no es renunciar a las propias certezas, sino en promover aquellas certezas, aquellas convicciones, que más promuevan la concordia y la paz.
Quizá entonces descubriremos que el cristianismo, a pesar de los errores cometidos por tantos millones de bautizados que no han sabido vivir a fondo el mensaje de Cristo, no es una religión de la violencia, sino del amor. “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
El mensaje de Cristo sigue en pie, ofrecido a todos en un clima de libertad y de respeto, no impuesto a nadie por la espada o el miedo. Ninguna violencia puede convencer a nadie, ni siquiera “en nombre de la verdad”. La tolerancia no nace de la renuncia a la verdad, sino de la búsqueda sencilla del misterio de la vida, del secreto que dirige las páginas más hermosas de la historia humana: Dios es amor...