Uno de los problemas que más preocupa a los hombres de muchos rincones de la tierra se refiere a una realidad muy cercana y familiar: el agua.
Allí donde escasea, el agua adquiere un significado especial.
Algunos seguramente han visto esos campos regados "gota a gota", con precisión envidiable, para aprovechar al máximo un elemento que para algunos es sumamente asequible, pero para otros resulta casi un pequeño tesoro...
El tema del agua se relaciona con la experiencia de la sed. Vienen a la memoria los versos de Antonio Machado, el poeta español que murió lejos de su tierra natal: “Bueno es saber que los vasos / nos sirven para beber; / lo malo es que no sabemos / para qué sirve la sed”.
Machado plantea un interrogante vital. ¿Para qué sirve la sed?
El médico dirá: para mantener el nivel del agua del organismo.
El industrial: para permitir el desarrollo de un sector alimenticio.
El periodista: para abrir cada año la ya fría y trágica estadística de los muertos en las sequías de algunas zonas de África.
El psiquiatra: funciona como un reflejo del sistema de mecanismos innatos que actúan sobre nuestro subconsciente y hacen surgir en nosotros los deseos primarios (si es que no se expresa con palabras más complicadas).
El filósofo de gafas grises: se trata de algo sin sentido, de un deseo absurdo, de una fatiga inútil, de un fracaso de la naturaleza, de un error del proceso evolutivo.
El repertorio de respuestas puede alargarse. Sería interesante escuchar lo que dirían un niño, un anciano, un campesino, un empleado de agencia de viajes, un cocinero...
Después de mirar hacia fuera, también a cada uno puede venirle el interrogante: ¿para qué sirve la sed, esa sed mía en un momento de cansancio?
Voy a la nevera, destapo una botella, y bebo (un producto sin publicidad, pues no me ha pagado ninguna compañía...) ¿Estoy satisfecho, he asesinado mi sed? Ya no siento sed. ¿He logrado la autosuficiencia? ¿O un nuevo deseo nace en mí y me pide nuevos esfuerzos y trabajos?
Estas y tantas otras experiencias de carencia, de vacío, de búsqueda de algo fuera de uno mismo, pueden enseñar muchas cosas a los hombres de hoy. Primero, el fracaso del egoísmo.
El egoísta cree bastarse, cuando la experiencia diaria, empezando con la trivialidad de la sed, muestra que el hombre es un ser lleno de necesidades, un “animal insaciable”.
En segundo lugar, y como consecuencia inmediata de lo anterior, la apertura continua a la vida social. ¿No nos hemos unido los hombres en esos momentos difíciles de crisis, de lucha, de hambre y de sed, para solucionar en común lo que difícilmente podríamos hacer solos?
En tercer lugar, la apertura a uno de los enigmas mayores de nuestro caminar en el mundo: el misterio de la insaciabilidad del hombre.
Es difícil poder decir que se ha llegado a tener todo lo que hace falta para ser felices. Siempre hay un “más” y un “todavía falta” que nos deja en el lugar de la insatisfacción y de la búsqueda ilimitada. ¿No se tratará de una búsqueda que sólo podrá culminar más allá de esta vida, cuando crucemos la frontera de la muerte?
Y aquí podemos preguntarnos: si en el cielo del que habla el cristiano (el que realmente cree en el cielo y hace algo por alcanzarlo con seriedad) no hubiese sed, ¿no caeríamos en el círculo del egoísmo y la autosuficiencia? ¿Cabría un amor sin carencias?
Probemos formular la pregunta al revés: ¿no será aún más hermoso el amor cuando uno no se limita a buscar en el otro la compensación de un impulso insatisfecho, sino que lo ama precisamente por lo que el otro vale, sin hacer de él un instrumento de los propios instintos y vacíos?
Algunos griegos de hace más de 2.000 años creían que Dios, un Ser perfectísimo, se pensaba y se amaba a sí mismo sin necesitar de nada fuera de sí.
Ese Dios de los filósofos no tenía la menor preocupación por el mundo ni por los hombres, pues ni siquiera cabía que les dirigiese una curiosa mirada de reojo. Estaba plenamente satisfecho en “su cielo”. Se trataba de un Dios sin sed.
En cambio, Cristo nos muestra a un Dios “sediento” del amor del hombre, que, en una experiencia profunda de soledad y abandono, gritará: Tengo sed. La sed de Dios no nace de ninguna carencia o necesidad, sino de la plenitud de su amor.
Hoy, en un mundo de unos pocos satisfechos y de una multitud de pobres y abandonados, en el que sólo nos interesa la utilidad de las cosas (inclusive de las personas que viven a nuestro lado) el mensaje cristiano nos puede recordar un nuevo tipo de amor: el de saber dar la vida por el otro, no para compensar algún vacío psicológico y alcanzar una cierta presunción y complacencia, sino simplemente porque la medida del amor del cristiano es el amar sin medida, como Él nos amó.
¡Bienvenida, entonces, sea la sed! Y, mejor todavía, ¡bienvenidos los hombres que no se limitan a beber y a saciarse a sí mismos, sino que se convierten en fuentes de amor y de generosidad para todos aquellos que quieran acercarse a ellos y saciar su anhelo de cariño!