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La realidad entre discoteca y discoteca

 La discoteca es, para muchos, un mundo de ficción y de emociones, de música, cerveza, bailes y, algunas veces, también de drogas. Todo pasa muy rápido en una sala de luces y sombras, de encuentros y separaciones, de gritos y de fiesta.

Pero el tiempo no perdona, y llega la hora de salir. La madrugada (o, en algunos casos, el amanecer) sorprende a muchos en un estado de euforia y a otros en un profundo cansancio. Hay que llegar a casa, hay que inventar una excusa del “retraso”. Hay que encontrar, a veces casi a tientas, la cama o una butaca, y tumbarse a dormir un poco.

Así dicen descansar miles de jóvenes. La semana transcurre entre estudio y trabajo, clases y televisión, monotonía y alguna que otra sorpresa. Desde el viernes o el sábado en la tarde la discoteca se convierte en un punto obligado de encuentro, de liberación, de alegría bulliciosa.

¿Es posible dejar de ir siempre a un lugar donde un clima irreal, de fantasía, de diversión desenfrenada, produce espejismos y sensaciones que no siempre ayudan a afrontar la realidad y a vivir de un modo sano los compromisos de la vida?

Nos hace falta abrir los ojos. Darnos cuenta del daño que se sigue del tomar muchas copas y del bailar hasta la locura. Reconocer el daño que produce el exceso de humo, o esas drogas ligeras que, aquí y allá, pasan del bolsillo a la boca. Aceptar que ciertas excitaciones corporales dañan profundamente la psicología de quien se hace cada vez más dependiente del placer y de las fiestas.

No es fácil romper con la discoteca cuando se ha convertido en “algo imprescindible”, en una cadena psicológica. El valor es cosa de pocos, y muchos no son capaces ya de pensar de otra manera. La costumbre aprisiona, y crea modos de vivir que tiñen la vida de tristeza, ante el fracaso de una fiesta que llega a su fin y obliga a todos a salir, confusos, cansados o engreídos (que es el peor engaño), para afrontar una realidad a la que no preparan ni la cerveza ni los gritos.

Para muchos, resultaría casi un sueño dejar de ir a las fiestas, abandonar una costumbre que aprisiona. La sociedad condiciona a muchas personas a vivir de un modo fijo, monótono, standard. Querer hacer algo distinto, tener la valentía de romper con la presión, es algo que pocos pretenden y que consiguen menos. Los jóvenes no son extraños a esta presión de lo que se convierte en “norma” y casi obligación, aunque digan ser libres, aunque piensen que van a la “disco” porque ellos lo han decidido sin que nadie se lo exija.

La verdad está, precisamente, fuera de la sala de bailes. Alguna vez habrá que tomar la decisión de buscar un descanso nuevo, más sereno y solidario, más abierto a un mundo bello, más cercano a la familia y a los amigos sinceros, los que quieren mi bien, los que trabajan por ideales y por quienes necesitan de una mano. Es posible. Basta con probar el próximo sábado esa dicha de quien mira las estrellas y acompaña a un anciano que nos cuenta, con su sonrisa, cómo es hermosa la vida cuando permitimos a Dios caminar a nuestro lado.