En el cuarto capítulo de su encíclica “Caritas in veritate” Benedicto XVI hace una aguda observación que puede ser interesante comentar: “Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad”. El Papa denuncia la triste “transmutación de los valores” profetizada por Nietzsche en un mundo que prescinde de Dios; adquieren carta de ciudadanía derechos espurios, mientras que se desprecian los auténticos.
¿Ejemplos? Los pretendidos derechos al aborto o los “matrimonios” homosexuales, el derecho a “la píldora del día después”, o al ejercicio indiscriminado de la sexualidad desde la más temprana edad y a espaldas de los padres, el derecho del estado impartir la educación en general y la educación ética y sexual en particular en contra de las convicciones de los padres (por ejemplo la “Cartilla nacional de salud”), el derecho “a la muerte dulce”, el derecho a la libertad de expresión, que no conoce límites, lesionando tantas veces la intimidad y la conciencia de las personas o deformando su mente a base de la difusión indiscriminada, amarillista y morbosa de escándalos, que con miras de lucro empobrece a la sociedad, y la lista podría seguir alargandose. Todos ellos “derechos” incuestionables, defendidos en aras de la “tolerancia”, debiendo ser tolerantes con todos los que los comparten e intolerantes con quienes los rechazan.
Mientras defendemos estos supuestos “derechos”, hacemos la vista gorda al derecho a la vida, el cual ya no es absoluto, o en todo caso depende de la mayoría en turno. Cuando es más costoso y engorroso abortar que dar a luz, no podemos sino aceptar que la cultura de la muerte está en boga. El derecho a la libertad religiosa o a manifestar públicamente las propias convicciones en materia de fe, el derecho a que se respeten los propios símbolos religiosos y un largo etc., podrían encabezar la lista de los “derechos olvidados” de la cultura contemporánea.
Benedicto XVI no se limita a denunciar las irregularidades, sino que busca ir a sus causas: “Los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes”. Todo mundo defiende sus derechos, sin embargo olvida fácilmente sus deberes, existe un vacío de responsabilidad social, algo así como una inmadurez o adolescencia sociológica, donde sólo se nos ha enseñado a reclamar, todo y cada vez más, y consideramos una injuria el tener que cooperar para sacar la sociedad adelante.
“Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios”. Es decir, los derechos tienen un marco conceptual propio que les otorga legitimidad y sentido, se complementan con los deberes, adquiriendo así su justa proporción. Los derechos y deberes muchas veces son previos a cualquier deliberación democrática, si únicamente dependieran de ésta –como pretende el iuspositivismo- la democracia se hipertrofia, dando lugar a una forma patológica de la misma, donde lo que era un medio (la democracia para alcanzar el bien común y una sociedad justa) se vuelve un fin (a espaldas de la justicia y el bien común). “Si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos”.
Lo anterior no puede soslayarse, significa un hondo retroceso cultural que ha costado a la humanidad millones de vidas alcanzar. Si no hay un sustrato no disponible para la democracia, ésta se convierte en absoluta, y los derechos absolutos en relativos: la dignidad de la persona no queda convenientemente protegida y queda a la merced de una mayoría variable históricamente. La “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, fruto de dos conflagraciones mundiales, para defender los derechos inalienables y la dignidad de la persona se vuelve letra muerta, papel fácilmente manipulable. Por esto el Papa busca que la democracia tenga conciencia de sus propios límites y descubra que está al servicio del hombre, y por lo tanto, de los valores que le son propios por naturaleza.