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La moral y las leyes

Cuando una sociedad debe legislar sobre la vida y la muerte pone en juego todos sus valores y energías. No es indiferente admitir o no admitir el aborto. No es indiferente prohibir o permitir el infanticidio de niños que nacen con grandes deformaciones. No es indiferente decidir sobre lo que se hace en un hospital con un anciano que ve llegar la muerte en pocas semanas o días.  

Hay quienes creen que, en temas como estos, la sociedad debería dejar de lado cualquier “prejuicio” de tipo religioso o moral para iniciar una discusión serena y abierta, sin trabas ni enfrentamientos sin sentido, y decidir de este modo lo que sea más oportuno en cada momento. Cuando se alzó la voz en casi todo el mundo en contra de la clonación humana como algo indigno del hombre, hubo quienes hicieron notar que, antes de condenar una nueva posibilidad de la ciencia, convendría dejar de lado los “anatemas” para considerar, con “frialdad” y calma, las ventajas o inconvenientes que puedan darse del aplicar la clonación entre los individuos de la especie humana...  

En afirmaciones de este tipo hay un error de perspectivas. Creer que es posible no tener presente ningún sistema de valores a la hora de discutir los problemas más fundamentales de la vida y de la muerte es algo así como querer nadar sin mover ni brazos ni piernas... Si incluso a la hora de comprar o vender un coche o unos plátanos dependemos de una visión sobre el bien y sobre el mal (“ahora puedo hacer esta compra, ahora puedo hacer esta venta”), ¿cómo podemos prescindir del propio punto de vista en temas mucho más importantes? Hasta el ciudadano más “descafeinado” que crea poder hablar del aborto y de la eutanasia “sin ningún prejuicio moral” considera que es un “deber moral” hablar sin ninguna moral: tiene por moral el discutir así, y, por lo mismo, está intentando imponer su punto de vista cuando dice que no hay que entrar en la discusión sin ningún punto de vista previo...  

Hay que salir de esta paradoja con una no pequeña audacia intelectual. Todas las personas que creen en los valores han de darse cuenta de que una postura ética no es un interés “de grupo” que se intenta imponer a la sociedad. Cuando uno dice que el robo está bien o está mal, que puede ser legalizado o prohibido, lo hace porque cree sinceramente que lo que afirma puede ser aceptado por otros, sencillamente porque le parece que es verdad. De lo contrario, dejamos de hablar y cada uno se dedica a hacer lo que le pasa por su cabeza. O, lo que es lo mismo, renunciamos a vivir en sociedad.  

Vivir en sociedad significa, por el contrario, creer que podemos confrontar lealmente los distintos puntos de vista no para llegar a un “acuerdo de mínimos”, sino para rectificar aquellas posiciones que puedan estar equivocadas, o para defender con decisión lo que es un auténtico valor moral. No es posible ceder, “por el bien de la paz”, ante quienes piensan y actúan de un modo para nosotros inmoral e injusto. Una paz basada en la imposición de unos valores que no lo son no puede llamarse paz, sino injusticia “legalizada”.  

El mundo está discutiendo hoy sobre los temas más fundamentales: la vida y la muerte. La respuesta que se dé a los mismos marcará el rumbo de la historia del milenio que inicia su alborada. Nadie puede ser ajeno a la discusión, si es que es verdad de que nadie puede ser indiferente ante la vida y la justicia que merecen los demás. Entraremos al diálogo con un claro respeto hacia quien piense de modo distinto del nuestro. Pero no dejaremos de rechazar aquellas propuestas “in-morales” que vayan contra la libertad y la vida de los más débiles.  

Hay que defender, por lo tanto, al niño no nacido, a la mujer abandonada en su embarazo, al trabajador que no recibe un salario justo, al empresario que ve con dolor cómo hay obreros que explotan con su pereza a otros compañeros, al anciano que se siente abandonado en su enfermedad, al minusválido que no encuentra su puesto en un mundo “eficientista”. Hay que luchar por un mundo más justo y más “humano”, donde no sólo haya un aire para respirar y unos campos para pasear, sino, sobre todo, donde nadie sea abandonado a su suerte ante la indiferencia y el egoísmo de los demás. Un mundo de solidaridad será un mundo de paz. Y un mundo de paz será el resultado de unos valores asumidos y aceptados por todos y para todos, sin exclusiones.