Nos gustaría entrar en el corazón de Dios, descubrir sus amores, escudriñar sus proyectos, alcanzar a ver cómo nos ama, cómo nos busca, cómo nos espera, cómo nos ofrece incesantemente su salvación.
Para ello, hemos de dejar la levadura vieja, el modo mundano de pensar. No podemos vivir como esclavos de la carne, ni como mercedarios sometidos a los poderes del mundo, ni como veletas que se dejan arrastrar por el primer viento.
Luego, necesitamos acercarnos a Cristo. Porque es Cristo nuestro camino de acceso al Padre, quien nos enseña la Verdad, quien nos comunica la Vida.
“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales también hablamos, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales” (1Co 2,12-13). Necesitamos recordar esta hermosa enseñanza de san Pablo: hemos entrado en el mundo del Espíritu, tenemos en nosotros las huellas de la acción de Dios en la historia humana.
Por eso, “el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarle. Porque ¿quién conoció la mente del Señor para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Co 2,15-16).
Quisiéramos repetir, hacer propias esas palabras de san Pablo. Por eso, cada día tenemos que arrancar de nuestros corazones abrojos y espinas que impiden a la semilla arraigar, crecer, madurar. Por eso necesitamos abrir el Evangelio, con avidez, con humildad, con un corazón sencillo, para entrar en un misterio de amor y de misericordia.
Aprenderemos, entonces, que la mente de Cristo está en nosotros cuando le imitamos, cuando lo hacemos vida de nuestra vida. Cuando llegamos a ser un poco, como Él, mansos y humildes de corazón, perfectos como el Padre celeste, que da la lluvia y el sol a buenos y a malos, que ofrece su Amor sin medida a todos los hijos de los hombres...