¿Qué hace la Iglesia Católica en relación al SIDA?, ¿se limita exclusivamente a ofrecer principios morales que cargan la conciencia de las personas y terminan por fomentar el contagio?, ¿se trata exclusivamente de imponer principios doctrinales cerrando los ojos a la evidencia?, ¿busca solucionar moralmente un problema de salud pública? ¿es una institución retrógrada y cerril, que no acepta a revisar sus propios principios teóricos ante la evidencia de su ineficacia? Son muchas de las preguntas que con frecuencia se plantean estos días, en los que reflexionamos un poco más sobre la “pandemia” y el modo de hacerle frente adecuadamente.
Sin afán de crear polémica, pero si con deseo de informar, sería útil saber lo que aporta la Iglesia realmente a la solución de este problema de la humanidad. Es doloroso considerar que alguien muera únicamente por cierta cerrilidad doctrinal, pero ¿es eso lo que sucede con la Iglesia? Hay una serie de datos que hablan por si solos y muestran que no se trata de una voz más, que opina sin mayor conocimiento de causa o exclusivamente para defender posturas preestablecidas. Recientemente, la revista Dolentium Hominum órgano del Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud ofrecía los siguientes datos: El 26,7% de los centros para el cuidado del VIH/SIDA en el mundo son católicos. De las personas que se dedican a atender enfermos de HIV/SIDA en el mundo el 24.5% son católicos a razón de 9.4% en organismos eclesiales y el 15.1% en organizaciones no gubernamentales católicas. En líneas generales podemos decir que una cuarta parte de los enfermos y de las personas que los atienden en el mundo son católicas.
¿Es esta la única aportación? Aunque no es poco, no es lo único, y va en incremento. En los últimos años del pontificado de Juan Pablo II se creó una fundación para recaudar fondos destinados a la atención de los contagiados (“El Buen Samaritano”). Al mismo tiempo promueve un cambio de sensibilidad que respete la dignidad de los enfermos evitando todo tipo de discriminación social o cultural, esto sin contar con el número ingente de personas que dedican a la atención no un rato de su vida o parte de sus ganancias, sino la vida entera.
No solo promueve un cambio de actitud y respeto hacia los enfermos, frecuentemente víctimas del vacío social, por medio de la caridad; también la Iglesia es una voz más que aboga por la igualdad de los enfermos en todo el mundo. Con frecuencia ha denunciado que la mortandad en los enfermos del tercer mundo es altísima, frente a la situación en los países desarrollados donde gracias a los nuevos medicamentos antiretrovirales las expectativas de vida son mucho más altas. Busca sensibilizar a las industrias farmacéuticas a fin de que faciliten el acceso económico a estas medicinas o crear una conciencia mundial que suavice o flexibilice los derechos de patentes que existen. No deja de ser triste que tanto la prevención como la atención del SIDA terminen siendo siempre un negocio donde los únicos ganadores son las grandes compañías farmacéuticas.
Por último –y es lo que molesta a buena parte de la opinión pública mundial- no considera al preservativo como un medio eficaz para prevenir la enfermedad por fomentar la promiscuidad sexual. Esta opinión, además de políticamente incorrecta, disminuiría considerablemente las ganancias de los que fabrican este tipo de productos. No se trata sin embargo de un capricho ideológico; es evidente que los últimos años han conocido una difusión masiva del condón que va de la mano a un ejercicio cada vez más continuo y temprano de la sexualidad, y sin embargo ello no ha redundado en una disminución considerable de los contagios. Año con año las cifras aumentan, lo que permite cuestionarse si no estamos haciendo algo mal.
Para la Iglesia el único medio seguro es la castidad, sea como continencia o como fidelidad a la pareja. La opinión pública que vive en un mundo “pansexualizado” lo considera una quimera, una auténtica utopía, una solución ideal pero imposible, un planteamiento irreal. Puede ser, pero la Iglesia piensa que más que un problema técnico, el SIDA es un problema ético y cultural y que por ello no ha hecho más que agravarse. No se trata de un simple “no uses condón”, sino que busca educar ofreciendo una visión antropológica del amor y el sexo que debe comprenderse en toda su extensión social, familiar y personal, distinta del hedonismo cultural imperante. Nadie niega que el objetivo sea arduo, pero vale la pena, no sólo por sus frutos, sino porque frente al pesimismo antropológico del consumismo sexual, ofrece una visión de la persona libre capaz de dominar sus instintos en orden a un bien más alto y a la armonía afectiva. En cualquier caso la Iglesia ofrece una ayuda decisiva y diferente en el mundo para hacer frente a la epidemia, ciertamente más eficaz que marchar por las calles disfrazado de preservativo.