La guerra más peligrosa no es la que se realiza contra un enemigo concreto, con fronteras claras, con uniformes distintos, con soldados de un lado o del otro.
La guerra más peligrosa es la que se vive cuando no está claro quién es el enemigo, ni por dónde viene, ni cuántos son, ni si está dentro o fuera de la ciudad o incluso de la propia casa.
Es la guerra que se libra en la conciencia cuando dejamos de decir que lo blanco es blanco y creemos que lo negro puede ser blanco cuando nos lo pide el cuerpo, la pasión, o el miedo.
Es la guerra que vive el adolescente cuando le dicen mil veces que la droga mata y piensa que él es especial, invulnerable, que no le pasará nada cuando empiece a explorar con sus amigos mil sensaciones nuevas con pastillas psicodélicas.
Es la guerra que vive el esposo o la esposa cuando opina que lo de la fidelidad pasó de moda, que una escapada amorosa no hiere tanto a la pareja (porque hoy día todos lo hacen).
Es la guerra que señala a la Iglesia y a los defensores de valores como anticuados, como desfasados, como peligrosos por avalar ideas que, según dicen, facilitan la difusión del sida, o fomentan complejos de culpa después del aborto (un aborto que debería ser visto siempre como algo que la mujer decide sola y que debe vivir en soledad, sin que nadie la juzgue, y sin que necesite ninguna ayuda psicológica).
Es la guerra que vive la sociedad cuando ya no sabe qué es la familia, ni el matrimonio, ni la paternidad, ni la filiación. Cuando dice que la relación biológica no vale casi nada si no hay afectos, y que los afectos no pueden depender de la sangre ni de las generaciones.
Es la guerra que renuncia al sacrificio como inhumano, que ve el placer como el principal objetivo de la vida, que busca más y más dinero para abrir posibilidades al mundo de la diversión o a los coches último modelo.
Es la guerra que ya no sabe si existen diferencias esenciales entre hombres y animales, pues los unos y los otros viven para el placer del momento, y mueren sin tener que responder ni a Dios, ni a la historia, ni a una conciencia que hace tiempo dio luz verde a cualquier tipo de ocurrencias placenteras.
Esa es la guerra más peligrosa, la que deja muertos que no saben que han dejado de vivir, la que encierra a cada uno en una torre de egoísmo, la que nos hace olvidar a quien tiene hambre a nuestro lado, la que no es capaz de decir basta a los gritos de una carne siempre hambrienta, la que olvida que hay una chispa de espíritu que necesita verdades, luz y amor sincero.
Una guerra vieja como el mundo, con vencedores y vencidos. De un lado, los santos, los héroes, los generosos, los defensores de la justicia y de la vida. Del otro, los que quisieron ser buenos pero... Pero cerraron los ojos a la lucha y se dejaron llevar por el capricho del momento, por el flujo de las olas de la moda.
Una guerra que hoy se juega en mi vida, en cada gesto, en el trabajo cumplido como un acto de servicio o en la escapada de la mente a proyectos egoístas y vacíos. Una guerra en la que la derrota se asoma a cada paso. Pero en la que también puedo vencer, si rompo vicios y suplico, con un corazón sincero, a un Dios que tiende la mano a todos, sin distinciones. Basta nuestro sí, y entonces Él vendrá a nuestro lado para combatir y lograr la única victoria plena: la del amor fiel y sincero...