Se derrumbó el Imperio Romano; desapareció la poderosa cultura egipcia; fue decapitada la monarquía francesa; se hundió el poder marítimo de ingleses y españoles en los siglos XVI y XVII; los aliados ganaron la Segunda Guerra Mundial desbaratando las ilusiones del 3er Reich; cayó el Muro de Berlín y hoy la diosa democracia se esfuerza por hacerse presente en la mayor parte del mundo; pero tal parece que los cambios políticos se seguirán produciendo conforme al paso del tiempo, pues la vida siempre es más rica que la teoría.
La democracia no está hecha, no está terminada, es como la labor de alimentación del cuerpo, tenemos que mantenerla todos los días, se puede perder por inanición, por falta de interés; por falta de participación. Incluso son muchos quienes se han acomodado en el error de confundir la paz con la pasividad. Me parece un buen momento para echar un somero vistazo a la postura de la Iglesia en el tema de la democracia.
“Si bien es verdad que la Iglesia no ofrece un modelo concreto de gobierno o de sistema económico, aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Juan Pablo II, “Centesimus annus”, 46). “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como lo demuestra la historia” (Id. 46).
“En efecto, la democracia misma es un medio y no un fin, y el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. Estos valores no pueden basarse en una opinión cambiante, sino únicamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que es siempre el punto de referencia necesario” (Juan Pablo II. “Evangelium vitae”, 70).
“Del mismo modo es urgente un esfuerzo tenaz, duradero y compartido por la promoción de la justicia social. La democracia sólo alcanza su plena realización cuando cada persona y cada pueblo es capaz de acceder a los bienes primarios (vida, comida, agua, salud, educación, trabajo, certeza de los derechos) a través de un ordenamiento de las relaciones internas e internacionales que asegure a cada quien la posibilidad de participar. Y sólo puede haber auténtica justicia social en una perspectiva de genuina solidaridad, que comprometa a vivir y a trabajar siempre los unos por los otros, y nunca los unos contra o en perjuicio de los otros”. (Benedicto XVI. Discurso a un congreso sobre Democracia, instituciones y justicia social, 18 de mayo de 2006).