Lo que nos dicen los Evangelios con relación a los Reyes Magos es muy poco como para tener una comprensión cabal sobre su identidad y el papel que desempeñan, por lo que normalmente hace falta echar mano de la interpretación esotérica y astrológica.
Lo esencial de acontecimiento tan enigmático parece resumirse en el ministerio que investía Melquisedec, el mítico rey de Salem, "señor de paz y justicia", ya que su función era triple: realeza, sacerdocio y profecía. Igualmente, Melchor, Gaspar y Baltasar le ofrecen oro, incienso y mirra, precisamente los tres elementos que simbolizan esas funciones.
El hecho de que estos misteriosos astrónomos vinieran del lejano oriente manifiesta la universalidad de la redención operada por Dios en el Nacimiento de su Hijo: Jesús viene a salvar a toda la humanidad, a todas las razas, credos y realidades sociales. Con su adoración, los magos reconocen a un Rey, Sumo Sacerdote y Profeta encarnado para todos en la plenitud de los tiempos.
Pero para nosotros, cristianos en un mundo plagado de incertezas, el mensaje más clamoroso pudiera estar en la decisión y el tesón con que dichos personajes emprendieron la aventura y la persiguieron a pesar de todas las dificultades, oscuridades y asechanzas del camino, guiados siempre por una fe segura, una esperanza imbatible y un amor ardiente y seguro.
Nos azota la desesperanza, la duda de si seguir por el camino del bien cuando parece que a los operadores del mal les va mejor, nos asecha el temor al ridículo cuando profesamos nuestras convicciones cristianas, cuando nuestros mismos errores y faltas nos agobian y nos sentimos excluidos del amor de Dios.
Es aquí cuando el ejemplo de esos astrólogos místicos se vuelve elocuente para nosotros: finalmente toda la oscuridad se disipa y el gozo espiritual opaca todo sufrimiento con el encuentro de esa Luz que disipa toda tiniebla, con el Amor que borra toda sinrazón y todo pecado.
Si ellos supieron descubrir al Salvador del mundo en la pequeñez de un recién nacido, el reto para nosotros es buscarlo con perseverancia y saberlo encontrar en la pequeñez del pobre, del ignorante, del marginado o excluido por cualquier motivo. Así, nuestro corazón le estará regalando los dones más preciados: el oro de nuestra caridad, el incienso de nuestra oración, y la mirra de nuestro humilde sacrificio cotidiano. Entonces, y solo entonces, nuestras tinieblas se convertirán en luz admirable.