«A medida que se acerca el final de mi vida terrena, vuelvo con la memoria a los inicios, a mis padres, a mi hermano y a mi hermana (a la que no conocí, pues murió antes de mi nacimiento), a la parroquia de Wadowice, donde fui bautizado, a esa ciudad tan amada, a mis coetáneos, compañeras y compañeros de la escuela, del bachillerato, de la universidad, hasta los tiempos de la ocupación, cuando trabajé como obrero, y después a la parroquia de Niegowic, a la de San Florián en Cracovia, a la pastoral de los universitarios, al ambiente..., a todos los ambientes..., a Cracovia y a Roma..., a las personas que el Señor me ha encomendado de manera especial».
Son palabras de Juan Pablo II plasmadas en el año 2000 como retoque a su testamento manuscrito de 1979 y que reflejan una de las dimensiones a veces olvidadas de su personalidad: su vida privada.
La austeridad del féretro del primer Papa polaco de la historia impresionó a más de uno el día de la misa de cuerpo presente en la plaza de san Pedro. Hasta cierto punto, aquel ataúd representó elocuentemente lo que había sido la vida entera de Karol Wojtyla: Emilia Kaczorowska, su madre, pereció cuando Karol tenía 9 años. Su primera hermana falleció antes de que él mismo naciera y Edmund, su hermano, murió en 1932. Nueve años después moriría su padre.
A pesar de la orfandad, Karol renunció a formar una familia y entró al seminario. A la decisión le acompañó el duro momento histórico de un régimen impositivo y totalitario que prohibía la fe en su natal Polonia. Joven seminarista, fue adelante con una convicción que jamás perdió de vista: su vocación era un don y un misterio.
Consciente de lo que implicaba su «sí» al plan de Dios, se dejó guiar. Tras unos años de feliz y fecundo sacerdocio fue elegido obispo de Cracovia. Dos docenas de años después, a partir de 1978, tendría que cambiar de residencia… y de nombre, y de idioma, y dejar sus amistades en tierras lejanas, y hacer otras muchas renuncias.
Su rostro, palabra y actividades llegaron entonces a los rincones más remotos del planeta. «Lleva una sonrisa tatuada en la cara», diría algún periodista que le acompañó en sus múltiples viajes pastorales. Y aquella sonrisa pura y transformante fue la que conocimos, admiramos y quisimos.
Razones para estar triste, preocupado o molesto no le faltaban. Pero todos esos pesares, empezando por el de la propia enfermedad, no opacaron su bondad y dulzura. A la soledad de los momentos de dolor se sobrepusieron los de donación generosa hecha vida, acción y consejo.
Alguna vez dijo que el mundo necesitaba testigos más que maestros. Y él fue el primero en encarnar aquel dicho. Fue testigo del amor y del perdón. La imagen del Papa moribundo tras la bala que le traspasó el cuerpo quedó opacada por la del Papa perdonando y acogiendo a su sicario; la imagen del Papa anciano abrazando la cruz de su capilla privada el Viernes Santo de 2005 fue el modo más elocuente de mostrar la radicalidad de la fe, del amor a Dios que comenzó cuando niño y de la compañía que nunca falla: la de Cristo.
Todas esas renuncias y momentos de dolor en soledad humana quedaron compensados con el cariño espontáneo de la gente que se congregó en san Pedro para acompañar al amigo, padre y maestro ese 2 de abril de 2005. El ataúd austero tuvo el adorno de la cercanía, el afecto y el respeto de todas esas personas que, como dice el testamento, le «habían sido encomendadas de modo especial». Y desde entonces su sobria tumba ha estado siempre acompañada como lo estará el 1 de mayo en que será declarado beato.