Pasar al contenido principal

Jesús y sus amigos

1.- JESÚS TIENE AMIGOS.

¿Cómo interactuaba Jesús respecto a los hombres? El Nuevo Testamento le muestra en relaciones de múltiple especie: de niño, respecto a sus padres; de mayor, respecto a su Madre, todavía viva, y como pariente respecto a sus parientes. El es el Esperado de su Precursor y el Maestro de sus discípulos. De entre el número de éstos, se separa el círculo de los Doce, con los que vive en una relación de especial confianza. Entre ellos, están cerca de El sobre todo aquellos tres que se encuentran en la resurrección de la hija de Jairo, en la Transfiguración en el monte, y en Getsemaní; a saber, Pedro, Santiago y Juan. Este último, es en fin, el dis cípulo "que el Señor quería tanto" (Juan 21, 7).

Una amistad de índole peculiar le une con los hermanos de Betania, y entre ellos, especialmente con María (Lc. 10, 38 y ss.). Otra relación también muy próxima se hace visible con aquella María de Magdala, que se presenta ante la tumba en la Resurrección (Jn. 20, 11 yeda vivir por si solo; cuan do habita en una casa, es como invitado. Casi se podría decir que no lleva vida "privada". Percibe la necesidad de los hombres y está lleno de inagotable capacidad de auxilio; pensemos en palabras como: "Venid a mí todos los que sufrís y estáis oprimidos, y yo os descansaré" (Mt. 11, 28), y las otras: "Al ver a la gente, se compadeció de ellos porque estaban extenuados y abandonados como ovejas que no tienen pastor" (Mt. 9, 36); y en la comparación del pastor que pierde un animal de su rebaño.

Pero por otra parte no se deja ir con los hombres; con ninguno, ni aún con el más próximo. San Juan dice: "No confiaba en ellos, porque les Conocía a "todos y porque no tenia necesidad de que nadie le diera testimonio sobre el hombre, pues él sabía qué hay en el hombre" (2,25). No quiere nada de los hombres. No se establece entre El y los hombres la comunidad el alternativo dar y tomar; como tampoco la del trabajo común. Nunca se encuentra una escena que le presente buscando con los suyos alguna claridad; o discutiendo con ellos cómo hay que superar una situación; o siquiera emprendiendo con ellos un trabajo. Prescindiendo de las ocasiones de actos de culto en común, como por ejemplo, la Cena Pascual, no reza ni una sola vez con ellos. Y en cambio, cuando por una vez busca realmente el consuelo de aguardar en común, no lo encuentra: " ¿No pudisteis velar conmigo una hora?" (Mt. 26, 40).

Así pues, en torno de Jesús hay una soledad última nunca rota. Bien es verdad que siempre hay hombres a su alrededor, pero en medio de ellos Él está solo.

La soledad empieza con que ninguno le entiende. Ni los adversarios, ni la muchedumbre, ni tampoco sus discípulos. Una serie de pasajes muestra qué aguda es esa falta de comprensión; pensemos, por ejemplo, en la abrumadora escena de Mc. 8, 14 y ss.

Están en la barca, en el mar. Ha hablado de la levadura de los fariseos, y ellos entienden que se trata de las provisiones, que se les han olvidado. Entonces irrumpe El, taxativamente: " ¿Qué discurrís entre vosotros de que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis cerrado vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?" Luego les recuerda el pasado milagro de la gran comida: "¿Todavía no lo entendéis?". O pensemos en la actitud de ellos en los últimos días, cuando El es hecho prisionero, y en su muerte. O en la manera como ellos entienden el mensaje del Reino de Dios que viene, y por cierto, hasta el final, aún después de la Resurrección (Hch. l, 6).

El hecho de que Jesús no sea entendido, forma una parte decisiva de su destino. Para ver hasta dónde penetra, sólo hace falta comparar la transformación radical en la actitud de los discípulos antes y después de Pentecostés. Por eso falta en la vida de Jesús todo lo que presupone el ser entendido, y conviene darse cuenta claramente de cuánto es eso.

Surge así la impresión de un duro encerramiento; de una sordera, a pesar de todo hablar. Pues el ámbito de la vida sólo queda abierto por parte del Tú; la palabra hablada sólo queda completa en el oído del que la entiende. Ese encerramiento de Jesús es lo que intenta expresar Juan en su prólogo mediante el muro qu;. O pensemos en la actitud de ellos en los últimos días, cuando El es hecho prisionero, y en su muerte. O en la manera como ellos entienden el mensaje del Reino de Dios que viene, y por cierto, hasta el final, aún después de la Resurrección (Hch. l, 6).

El hecho de que Jesús no sea entendido, forma una parte decisiva de su destino. Para ver hasta dónde penetra, sólo hace falta comparar la transformación radical en la actitud de los discípulos antes y después de Pentecostés. Por eso falta en la vida de Jesús todo lo que presupone el ser entendido, y conviene darse cuenta claramente de cuánto es eso.

Surge así la impresión de un duro encerramiento; de una sordera, a pesar de todo hablar. Pues el ámbito de la vida sólo queda abierto por parte del Tú; la palabra hablada sólo queda completa en el oído del que la entiende. Ese encerramiento de Jesús es lo que intenta expresar Juan en su prólogo mediante el muro que se levanta entre El y el mundo: "Y la tiniebla no la ha recibido (la luz)... Vino a lo suyos pero los suyos no la recibieron" (Jn. 1, 5 y 11). Por eso también lo que hace la actuación de Jesús lleva aparejada la impresión de la inutilidad. En la mayor parte de las personalidades religiosas de la Historia, lo nuevo que traen empieza ya en su propia vida, después de una época de lucha. Jesús, por el contrario, debe echarlo todo al silencio véase la imagen del grano de trigo, que debe morir antes de dar fruto (Jn. 12, 24); incluso entre sus discípulos. Y ciertamente, la incomprensión no depende de que su mensaje sea simplemente demasiado alto, sino de que viene de un Dios al que nadie conoce, y entre El y los hombres hay todo un vuelco de la escala de valores y la necesidad de metánoia (conversión), y por tanto la comprensión sólo se hará posible por el Espíritu

Santo que viene del mismo Dios.

Aun más que su palabra, es su existencia lo que permanece incomprendido, puesto que es una misma cosa que su mensaje. Lo que es su mensaje como doctrina y posibilidad anunciada, es El mismo como ser existente. Da al concepto la dimensión de la existencia, que implica el punto de apoyo interior, a partir del cual el hombre se encuentra justificado en el existir; el punto de partida, desde el cual llega El a las cosas y los hombres, y donde regresa de ellos nuevamente. Se asienta con más profundidad hacia dentro cuanto más poderosa y de alto rango es la personalidad. El que una persona entienda a otra, depende, por un lado, de la capacidad de observación, de sentirse en su lugar, de la fuerza para ver juntamente, de la capacidad de penetración, etc.; pero por otro lado también, y sobre todo, de hasta qué punto su calado existencial es análogo o mayor que el de la otra persona. La cuestión de la existencia e Jesús se ha de plantear todavía con mayor exactitud, pero ya podemos decir por ahora que el punto de partida, desde el que El mira, enjuicia, encuentra, goza y sufre, queda a una profundidad evidentemente inalcanzable bajo su circunstancia. Para Jesús no hay en absoluto un "nosotros" en el sentido de inmediata comunidad de existencia; apenas un auténtico "nosotros" de índole inmediata. Ni siquiera en la oración. El compendio de su mensaje del Padre y la forma fundamental de la relación adecuada con él, lo ha dado Jesús en una oración, el Padre Nuestro. El sujeto del Padre Nuestro es el "nosotros" cristiano y humano; pero El nunca ha pronunciado esa oración a la vez que los suyos, nunca se ha insertado en ese "nosotros". En efecto, en cuanto alcanzo a ver, no tenemos un pasaje que nos diga que El haya rezado junto con los suyos, en iniciativa personal. Tan pronto como irrumpe su propia oración por ejemplo, al fin de la Cena, y más aún en ocasiones como en el Huerto de los Olivos habla en una posición en la que no hay nadie más a su lado.

2. JESÚS AMA A TODOS.

Sus milagros le han sido arrancados por el sufrimiento de los hombres, al que nunca ha vuelto la espalda. Ha sabido ver hasta el más pobre, a aquel mendigo ciego que le sigue por el camino de Jericó y al que los discípulos rechazan, pero Jesús hace que se le acerque y lo cura. Ha sabido ver hasta a los más pequeños, a los niños, que los discípulos, siempre ellos, intentan apartar y a los que Jesús llama: "Dejad que los niños se acerquen a mí, a los que se les parecen es a quien pertenece el Reino" Ha sabido ver hasta a los más despreciados de los hombres, a riesgo de escandalizar a las almas escogidas

"Vuestro amo va con los publícanos y los pecadores", decían los fariseos, a lo que Jesús respondía con fuerza y autoridad; "Aprended lo que Dios ha dicho en la Escritura: no son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. Y no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". Ha sabido llegar hasta el perdón de los enemigos: "Señor, perdónales porque no saben lo que hacen", dice mientras lo están crucificando.

Es en este mandamiento del amor a los enemigos donde culmina el amor cristiano: "¿Si amáis a los que os aman, a los que os son simpáticos, qué mérito tenéis?, dice Jesús. Yo os digo amad a vuestros enemigos", y no solamente a vuestros enemigos nacionales, sociales o políticos, sino también al enemigo que encontráis en la vida diaria. Todo esto nos demuestra que el amor exigido va más allá del sentimiento: Jesús es demasiado buen psicólogo para pedimos que tengamos sentimientos tiernos hacia nuestros enemigos: el amor que nos exige está en el fondo de nuestro corazón y reside en la voluntad, es lo que se llama la Caridad. Este mandamiento del amor se repite sin cesar en el Evangelio y en el momento más grave de la vida de Jesús, durante la última cena que hace con sus discípulos, es en este mandamiento en lo que piensa: "En esto conocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tenéis los unos a los otros. Amaos los unos a los otros como yo os he amado", y como el amor, dice santo Tomás de Aquino, es "apetito de unidad", Jesús pronuncia en este momento la magnifica oración por la unidad: "Que sean Uno".

Lo que caracteriza en primer término el amor de Cristo es su interioridad, su verdad, su autenticidad. Nada dista tanto de este amor como la teatralidad, la postura afectada. Cristo no se contenta con lanzar en medio de la turba, a semejanza de los antiguos filántropos, hermosos lemas y sentencias sobre el amor a los hombres. Ni se agota su amor en obras puramente exteriores. Porque desde San Pablo sabemos que pueden darse obras, hasta heroicas, que a pesar de todo no son más que metal que suena y campana que retiñe, por faltarles lo esencial, lo íntimo: el amor, el amor del corazón. Por esto dice el Apóstol: "Cuando distribuyeres todos tus bienes para sustento de los pobres, si la caridad te falta, no te servirá de nada". Lo primero para Cristo no son esas obras puramente exteriores, sino el saber vivir, sentir, compartir la desgracia ajena.

El mismo quiere compenetrarse personalmente con esa desgracia y cargarse con ella. No quiere ser rico viendo pobres a otros; por esto no tiene donde reclinar la cabeza. No sabe ver enfermos sin cuidar de ellos. Tan íntimamente unido se siente con los más pobres de los pobres, con los llamados pecadores públicos, que no puede menos de buscar su compañía y comer con ellos un mismo pan, aún cuando se le moteje de "amigo de los publícanos y pecadores". Hasta tal punto considera como suya la miseria de los desamparados, de los proscritos, de los desheredados, de los náufragos, que no solamente los llama hermanos, sino que se identifica con ellos: "Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis" Y al celebrar la Ultima Cena, en el pan partido y en el vino escanciado, ve a todos estos pobres, con todas sus miserias, introducidos en su propio ser sagrado:

"Tomad y comed: éste es mi cuerpo; bebed todos; ésta es mi sangre". En su sagrado ser deben encontrar ellos la curación.

De esta interioridad, de esta autenticidad de su amor brota el des interés. Ahí tenemos la segunda característica del amor de

Jesús. Al hacer alguna obra buena, dice en cierta ocasión, tu mano izquierda no ha de saber lo que hace la derecha. Jesús no ama a quienes saben que hacen una obra buena, a quienes entregan sus donativos con aire de grandes Señores. Por esto prohíbe también la caridad ruidosa de los fariseos, que cuando hacen una obra buena quieren que se publique en las sinagogas y por las calles. Prohíbe igualmente el "sacro egoísmo" respecto a los miembros de la propia familia: "¿Que si no amáis sino a los que os aman, qué premio habéis de tener? ¿No lo hacen así aun los publícanos?" Su amor tampoco conoce límites al tratarse de gente extraña o de distinta religión. En la parábola del buen samaritano diseña con fina ironía al hombre que se jacta de piadoso, al fariseo, al que ostenta un cargo eclesiástico, al levita, que pasan insensibles a la vera del herido, maltrecho por unos ladrones, mientras que un hombre de otra creencia, el heterodoxo, el hereje, el samaritano, baña con aceite y vino la herida. Con esta parábola quiere decir: El amor verdadero no conoce espíritu de castas, ve en cada hombre al prójimo que se encuentra en necesidad, y mira como el más prójimo de todos al que mayor necesidad padece.

Mirándolo por dentro, según su contenido íntimo, este amor de Cristo es servicio, es amor que sirve, El mismo lo subraya:

"El Hijo de Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para redención de muchos" Toda su vida fue servicio de los pobres, pecadores y niños, "Pasó haciendo el bien"; no encuentra Lucas otras palabras para describir su vida. De ahí que, aun en vísperas dé su Pasión, se sienta impulsado a lavar los pies de los discípulos. Es el último servicio de amor que les prestará.

Así deben ellos aprender que están destinados no a dominar, sino a servir. "No ignoráis", dice en cierta ocasión, "que los príncipes de las naciones avasallan a sus pueblos y que sus magnates los dominan con imperio. No ha de ser así entre vosotros, sino quien aspirase a ser mayor entre vosotros, debe ser vuestro criado. Y el que quiera ser entre vosotros el primero, ha de ser vuestro siervo". El amor de Cristo es amor que sirve, aun cuando no se le aprecia y se le denigra. Siempre es liberal, magnánimo. Así dice: "Al que quiere armarte pleito para quitarte la única, alárgale también la capa. Y si alguno te forzare a ir caminar mil pasos, ve con él otros dos mil". Lo elevado, lo noble, lo regio de su amor estriba en que nunca se despeña por los precipicios de lo puramente animal e instintivo, en que permanece siempre bueno, noble y elevado, aun al encontrarse con hombres mezquinos y de corazón estrecho.

Con esto señalamos ya otra característica del amor de Cristo: es amor que dispensa, amor que perdona. Pedro le preguntó en una ocasión: "¿Señor, cuántas veces deberé perdonar a mi hermano?... ¿Hasta siete veces?". Hablaba así porque los doctores de la ley enseñaban que solamente siete veces había que perdonar. Y Cristo le contestó: "No te digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete". Lo que significa que el verdadero amor cristiano no tiene límites en que sea lícito detenerse y decir: hasta aquí y ni un paso más. El hombre es en demasía hijo de su propio temperamento y esclavo del momento, para tomar excesivamente a lo trágico sus explosiones de pasión. En la parábola de la gran deuda, el Señor nos enseña que las ofensas que nos infiere el prójimo son muy insignificantes en comparación con las ofensas que por el pecado se infieren a Dios. Y subraya: Dios no te perdonará si tú no perdonas de todo corazón a tu hermano. Por esto rezamos en el Padre Nuestro:

"Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Solamente quien sepa perdonar es cristiano, solamente él puede acercarse a la mesa del Señor. "Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar", dice el Señor, "te acuerdas que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda". Perdonar, y volver a perdonar siempre. Esta es la última y conmovedora doctrina que Cristo nos dio' desde la cátedra de la cruz, al clamar al Padre: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

¿Por qué urge Cristo el perdón con tanta insistencia y tal vigor? Al querer contestar a esta pregunta, nos encontramos con lo más delicioso, lo más fragante, lo más delicado que hay en el amor de Cristo. El amor de Cristo es amor que perdona porque es amor comprensivo. Cristo nunca mira un hecho aisladamente, sino que mira siempre a todo el hombre. Sabe seguir cada acto, dictado por los sentimientos, hasta las raíces del mismo, hasta la contextura más íntima de la vida humana, y allí ve que el hombre se halla enzarzado en la miseria de su existencia y sufre las consecuencias. Cristo perdona porque comprende. Al serle presentado el enfermo, el paralítico, lo que ve en primer lugar no es el cuerpo enfermo, sino el alma, el peso de la conciencia que había causado aquella dolencia. Sería una enfermedad psicógena, de raíces psíquicas. De ahí que primero libre de la opresión la conciencia: "Perdonados te son tus pecados" Luego cura el cuerpo enfermo: "Toma tu lecho y anda". Su amor es amor que perdona porque es amor que comprende. Cuando los fariseos le presentan la adúltera cogida en fragante delito y están al acecho para ver si aplica la ley rigurosa de Moisés, el apedreamiento, su mirada penetrante ve las mil y mil tentaciones que rodearían a la pecadora haciéndola sucumbir. Pero ve también que los fariseos mismos no son inmunes a tales tentaciones y que en el fondo son hipócritas. Por esto guarda silencio y en silencio escribe en el suelo.

Y, finalmente, pronuncia una sentencia de plena madurez de espíritu y de corazón: "El que de vosotros se halle sin pecado, tire contra ella la primera piedra". Y cuando en casa de Simón la pecadora riega con lágrimas de arrepentimiento los pies del Señor, El, entre la rocalla de los devaneos de aquella mujer, descubre la pepita de oro de amor verdadero, pepita que, a pesar de todo estaba oculta en el fondo de su alma. Y pronuncia aquella frase que resuma amor y profundo conocimiento del alma humana: "Le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho" (Lc. 7, 47)

Cristo es amor humanizado. Y al mismo tiempo no hay en El nada exagerado. En cierto sentido se podría decir: Su amor era un amor sobrio, por estar saturado de experiencia respecto a la vida y al conocimiento del hombre. Y, con todo, era una hoguera que redimió del embotamiento y de la estrechez del egoísmo a millones de hombres, e hizo prender en ellos una vida llena de entrega y de heroísmo.

Ojalá eche raíces también en nosotros y nos penetre por completo precisamente esta pasión del auténtico amor cristiano. Solamente como poderío de amor podrá el cristiano desarrollar y conservar sus energías de reclutamiento. Si echamos una mirada en torno nuestro no podemos pasarlo en silencio encontramos a tantos creyentes, a tantas personas piadosas que no se ponen al servicio de ese poderío de amor reclutador. Su piedad no rebasa la propia persona, no llega hasta el otro, hasta el prójimo, se reconcentra buscando el propio yo.

Tiene colorido egoísta. No se preocupa de erigir dentro de sí y en torno suyo el reino del amor, no le interesa más que la bienaventuranza de la propia alma. Es un cristianismo de orientación negativa. De tales personas piadosas, dice San Francisco de Sales: "Se esfuerzan por ser ángeles puros y se descuidan de ser hombres buenos". De allí que tal piedad parezca como coartada, convulsiva, y precisamente las almas de altos ideales se sienten repelidas por ella. Refiriéndose a tales personas dice Nietzsche con cierta razón "Habría de ser más redimido el redimido".

El verdadero cristianismo, el cristianismo de Cristo, es, ante todo, cristianismo positivo. Lo que quiere es erigir el reino del amor en si mismo y en torno suyo, formar al hombre de abnegada entrega. De ahí que este cristianismo rebose energía de actividad, empuje vigoroso y magnanimidad. Algo luminoso, radiante, hay en él. ¿Cómo no han de brillar los ojos si se refleja en ellos lo más luminoso que hay en cielos y tierra, el amor de Cristo? Solamente este cristianismo positivo vencerá al mundo y dará a pesar de todo lo diabólico de los tiempos presentes, el dominio a Dios. Porque dice San Juan Evangelista: "El que permanece en la caridad, en Dios permanece...Dios es caridad". Amén

3. JESÚS AMA SEGÚN LA LEY DE LA CARIDAD.

El ha sido el gran amador. En la primera carta de Juan se lee: "Dios es amor". La palabra pudiera también decirse de Jesús y sonaría hermosamente: Jesús es amor.

El amor brota de El dondequiera. Dondequiera hallamos en Él el amor. Pero queremos buscarlo allí donde está su centro ardiente y radiante. Amor es a las delicadas y floridas cosas de la creación de su Padre, cuando habla de los lirios del campo, a los que viste Dios con belleza que no alcanzó Salomón en toda su magnificencia. Amor es a todo lo que alienta y vive, cuando habla de los pájaros del cielo, ligeros y sin cuidados, que no trabajan y el Padre del cielo los alimenta... Ese amor es bello. Pero es linaje de amor que puede hallarse también en otros más expresivo, más coloreado, más fervoroso. Pensemos sólo en el que llamó hermano y hermana a todo lo que en el mundo existe; El padre San Francisco...Amor es igualmente lo que le conmueve cuando ve la oscura y abandonada muchedumbre del pueblo y se compadece de él, porque "eran como ovejas sin pastor". Algo generoso, algo fuerte es este amor al pueblo en su abandono y miseria. Pero este amor ha entrado también en el corazón de otros. Y si nuestro tiempo tiene un título de estimación, le viene ciertamente de que este amor es en él fuerte...Amor es una vez más admitir junto a si a los enfermos. Dejar que se le acerque el mar del dolor, levantar, fortalecer, curar...Amor es nuevamente que pueda decir: ¡Venid a mí todos los que estáis cansados y andáis cargados, que yo os aliviaré!". ¡OH, el gran amador, y la fuerza de su corazón, que se levanta contra el mundo violento del dolor, magníficamente seguro de su poder inagotable de consolar, fortalecer, bendecir! Todo eso es amor, verdaderamente. Pero todavía no tiene aquella unicidad, de la que puede decirse: Esto es El y sólo El.

Tenemos que penetrar más hondo.

Dos palabras hay que han de ser por lo menos comprendidas, si queremos saber de qué se trata: Las dos breves palabras: "Por vosotros". El misterio que Jesús instituye está encuadrado en la comida pascual. En la conmemoración de la alianza que Dios celebró con su pueblo, cuando en Egipto, contra la obstinación de Faraón, envió al ángel exterminador con la más espantosa de las plagas: la muerte de todos los primogénitos. Entonces recibió Moisés orden de que cada familia sacrificara un cordero y rociara con la sangre los postes de las puertas. Todos tenían que comerlo de pie y en arreos de viaje. La sangre sería signo de liberación al paso del ángel exterminador; y la comida, celebración de la unión del pueblo con su Dios liberador. Este era el cordero comido en la comida de la antigua Alianza; ésta era la sangre derramada para sellarla. Y ahora habla Jesús del cuerpo nuevamente entregado para muerte y comida; de la sangre para sellar la nueva Alianza.

La víctima, en cuya muerte sucede eso, es El.

"Por vosotros". "Por nosotros". Las palabras están como recubiertas de ceniza, grises e inertes. Efecto de la rutina. Las hemos oído innumerables veces. Han perdido su filo. Se han embotado. ¿Comprendemos lo que dicen?

Un hombre vive, subsiste y vive, es centro natural de todo, de suerte que para él el mundo deja de existir, si tiene que dejar de existir él..., ¿es posible que este hombre entregue su vida por otro? Es sin duda posible. La madre lo hace sin duda por su hijo. El hombre lo hace a veces por su obra o por sus ideas. "A veces". Más exacto seria decir "raras veces", muy raras veces, pues generalmente el supuesto sacrificio por la obra y por la idea es sólo modo velado de afirmarse a sí mismo. Y hay sin duda quien da la vida por su pueblo, arrastrado por el terrible acontecer de la guerra; o por su prójimo en peligro, cuando lo empuja un gran corazón...

Pero dar su vida por "los hombres", por los muchos, por los lejanos. ¿Por los hombres que le tratan sin inteligencia y sin amor? ¿Qué nada aceptan y hasta se revuelven contra la salud que se les ofrece?

Sólo comprendemos lo que significan estas palabras "por vosotros", si borramos toda "sentimentalidad". Si vemos con toda claridad la soledad en que Cristo vive, privado de toda ayuda, sin hecho alguno grande que lo sostenga, sin entusiasmo alguno que lo rodee, sin el sostén y apoyo del instinto natural o de la urgencia creadora. Sabe que sólo podrán respirar en la libertad de la salud cuando su pecado esté expiado. La vida solo puede brotar de una muerte, que sólo El puede sufrir. Esta muerte es la que acepta, a ella se entrega.

Eso significa las palabras "por vosotros".

Sólo podemos entender y entenderlas es nuestro más estricto deber cristiano si nos esforzamos por lograrlo en el más profundo silencio de nuestro corazón y en su más pura disposición, y Dios nos da su gracia... Ahora bien que Jesús realizara ese "por vosotros", eso es su amor.

Este es, pues, el amor de Cristo, el amor de redención que va por nosotros a la muerte. El amor del don de sí, que da en comida todo lo suyo. A sí mismo en cuerpo y alma. El amor de la inhabitación interna, que hace su vida nuestra y la nuestra suya.

Este es el amor de Cristo. Y sólo por la luz que de aquí irradia se con vierte en amor de Cristo todo lo demás que en la vida de Cristo aparece como claro amor: La invitación a sí de todos los cansados y cargados para aliviarlos, el dejar que se le acerque todo el dolor de la humanidad para socorrerlo, su lástima por la oscura necesidad del pueblo, su ternura por todo lo que vive, animal o planta. En todo eso vive aquel amor primero de que hablábamos. Ese es el amor que ahí se revela.