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1. COMO TRATARON A JESÚS LOS DEMÁS.
Se ha hecho casi axiomático que un hombre de extraordinaria grandeza de carácter, de genio profundo y fuerza espiritual creadora tenga que quedar incomprendido para su tiempo. Hasta tal punto que se nos antoja una suerte que la comprensión no le llegue demasiado tarde. Un hombre que en su ser vivo trae condiciones de antemano está por encima de la generalidad; que por educación y destino se ha desarrollado de manera particular; que en profundas luchas y extraordinarias experiencias internas ha llegado a ideas nuevas, ha sido tocado por valores no vistos aún y ha alcanzado fines y posibilidades hasta entonces encubiertos. Un hombre así no puede ser aceptado sin más por la generalidad. En el mejor de los casos se le rodeará de respeto; pero tendrá que seguir solo su camino. Y en el peor de los casos hallará desconfianza y hostilidad. Más adelante, ¿cuando haya terminad? su batalla, cuando haya tal vez desaparecido, los hombres aceptarán su persona y su obra Y entonces aparece como el precursor de lo que luego es ya en cierto modo bien común.
No es eso exactamente lo que pasa con Jesús. No podemos medir su destino por estos hechos una y otra vez repetidos en la historia. Jesús no es meramente un grande que no es comprendido por su tiempo. Hay algo más hondo.
Pensamos sólo en esto: Jesús es un judío. Viene de la más noble sangre de su pueblo, de alcurnia regia. Está profundamente enraizado en la vida de su pueblo. No sin razón se ha dicho que, aun ahora, por lo que atañe a su humanidad inmediata, son los judíos quienes mejor pueden entenderle.
Jesús está profundamente en la tradición de su pueblo. Se siente hondamente ligado a aquel acontecer sagrado. El, tan poderosamente penetrado de su inmediata misión divina, dice: "No creáis que vine a abolir la Ley o los profetas, sino a cumplirlos" (Mt. 5, 17) Ni una letra, ni una tilde de la ley ha de ser destruida. Todo ha de cumplirse.
Es más: Jesús se siente sostenido, en el sentido de su existencia y de su misión, por aquel pasado sagrado: "Examináis las Escrituras porque vosotros pensáis que tenéis en ellas la vida eterna; éstas son las que darán testimonio sobre Mí" (Jn. 5, 39). Aquellos acontecimientos lo señalaron a El. Toda la antigua alianza estaba dirigida hacia un futuro, llena de la expectación de algo venidero, del
Mesías y del Reino de Dios que El tenia que inaugurar. Jesús se pone dentro de esa expectación: El es Aquel de quien se habla.
Cuando habla por vez primera en su patria, en la Sinagoga, lo hace sobre el pasaje de Isaías: "El espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ungió ara dar la Buena Noticia a los pobres; me envió a anunciar a los prisioneros la liberación y a los ciegos que verían otra vez, a llevar la ibertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc. 4, 18 y ss.). Y comienza su homilía con estas palabras: "Hoy se ha umplido esta Escritura en vuestros oídos...". Cuando Juan Bautista le envía su embajada (Lc. 7, 18 y ss.): "Eres Tú el que tiene que venir, o esperamos a otro". Jesús responde con las palabras de la profecía mesiánica de Isaías: "Id a anunciar a Juan lo que visteis y oísteis: los ciegos ven, los tullidos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les da la Buena Noticia. Y feliz el que no me toma a mal".
Pero, ¿qué hace su pueblo? Su pueblo no lo recibe. Lo repudia Se vuelve contra El. Lo elimina.
Y esto no sólo a la manera como repetidamente sucedió con los hombres enviados por Dios, los profetas, que fueron casi todos negados o perseguidos por su pueblo para ser luego tanto más fervorosamente acogidos en su figura y en su doctrina. No, Jesús sigue repudiado, y desde hace dos mil años estamos asistiendo al espectáculo inaudito de que un pueblo mira como traidor a su hijo más poderoso, aun en el plano puramente histórico.
¿Cómo pudo suceder esto?
Que muy tempranamente al entusiasmo se mezclara la desconfianza y oposición, no es de maravillar, sabiendo cómo andan las cosas humanas. Lo maravilloso es con qué unanimidad, casi pudiera decirse natural y espontánea, se cerró el cuadro contra él.
Inmediatamente aparecen en torno a las figuras suspicaces, que lo observan y acechan, y bien pronto se toman decisiones para quitarlo de en medio. En ninguna parte oímos que se abordara realmente la cuestión de sus pretensiones o de su doctrina. En ninguna parte que vinieran a El y le preguntaran: Tú afirmas ser un enviado: ¿en qué fundas tu pretensión?... Haz hecho milagros para confirmarla: Haznos ver lo que demuestran... Te pones en contexto con la esperanza mesiánica: ¿En qué postura te colocas respecto a la imagen mesiánica de un Isaías, Jeremías, Malaquías o como quieran llamarse?...Críticas muchas que hoy existen: dinos en qué se apoya esta crítica i Tú traes algo propio y nuevo: Dinos cómo se comparece con lo antiguo... Acaso se replique que discusiones de esta naturaleza no se producen de modo tan material. Puede ser, pero queda claro lo que queremos decir: la manera como fue recibida esta enorme aparición, y cómo, desde el primer momento, no hay apertura, no hay voluntad alguna de comprensión, no hay disposición alguna para una discusión seria de ninguna clase. Breve tiempo más, y se cierra la muralla de la incomprensión y del repudio. Y la muralla se torna cada vez más dura y estrecha, hasta que por fin lo sofoca.
En el fondo, lo mismo acontece con el pueblo. A los comienzos lo recibieron con entusiasmo. Tuvieron hambre de su pan, de sus palabras y de su virtud salvadora. Lo siguieron y quisieron alzarlo rey. Pero en Juan (2, 24 y ss.) se halla la palabra taladrante, sin ilusión: "Pero el propio Jesús no confiaba en ellos..., porque les conocía a todos". Es lo que realmente El quería, no le entendieron.
Ni siquiera de manera sencilla y cordial. También de parte del pueblo se alzó en torno de El una muralla, la impenetrable pesadez y pereza del corazón.
De sus discípulos hemos hablado ya varias veces. Estuvieron durante todo el tiempo a su lado. Habían acudido a El con el corazón abierto. Habían oído sus palabras y contemplado sus obras. ¡Le habían visto! ¡Ah! Si se nos concediera a nosotros ver cómo pasa por la calle. Contemplar su rostro mientras habla. Seguir un movimiento de su mano. Si pudiéramos nosotros oír su voz, percibir su timbre, el tono particular de su lenguaje. ¿No es así que, de sólo oírlo, nos volveríamos otros hombres? ¿No es así que un gesto suyo se nos grabaría en lo vivo del corazón, como marcado a fuego?... Todo esto lo tuvieron ellos en abundancia y, no obstante, no le entendieron.
Los Evangelios nos revelan reiteradamente que no lo comprendieron y no olvidemos que los Evangelios fueron escritos por los discípulos mismos y desde la inteligencia del tiempo posterior. Son pues, fidedignos contra sí mismos. No comprenden lo que quiere (Lc. 9, 45) dice: "Pero ellos no entera dieron esta frase, y les quedó velada, de modo que no la comprendían". Y lo que sigue hace aún más desesperado el no entender: "Y les daba miedo preguntarle sobre esas palabras". Tergiversan la grandeza de su mensaje, el fiel no de Dios. Lo llevan a lo mundano y político. Todavía en el último momento, cuando se había ya consumado el hecho enorme de la pasión y la resurrección, sobre el mismo monte de los Olivos en que aquel hecho había comenzado, n hay quienes le malentienden: "¿Señor, vas a restablecer ahora el reino de Israel?" Hch.1,6). ¿Llega por fin la gloria terrena?... Nunca experimenta el Señor que el espíritu de sus discípulos se abra y comprenda lo que Él quiere; que el corazón de sus discípulos reciba y transmita el impulso divino de su voluntad.
Todo permanece siempre estrecho, difícil, minúsculo y seco. La inteligencia llega a lo grotesco cuando, tras la multiplicación de los panes, navegan sobre el lago y El va aún totalmente absorto en lo que ha obrado, en lo que había acontecido... Y de pronto, como saliendo de profunda reflexión, les previene: "Guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes".
Los pobres piensan en el pan y en la panadería y se dicen unos a otros con espanto: "Es que no tenemos pan". Y El, como estallando de tortura íntima: "¿Qué discurrís entre vosotros de que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis cerrado vuestro corazón?" (Mc. 8, 14 y ss). Otra vez se levanta en torno a El la muralla, y ahora de parte de quienes más terriblemente tenían que oprimirle el corazón: de los más próximos a Él.
Y por lo que atañe a su propia familia, cuánto no delata el pasaje de Juan (7, 3 y ss.) en que sus parientes le dicen: "Vete a Judea para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque nadie actúa en lo oculto, si busca a la vez ser conocido. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo. Porque ni sus hermanos creían en Él".
Y su madre, con quien tan profundo amor lo unía... También sobre ella hay una palabra, que no es lícito remover; acerca de ella y de José (Lc. 2, 50); "Ellos no comprendieron las palabras que les dijo". Cierto que sigue lo otro, de que ella guardaba toda palabra en su corazón. Siembra preciosa que brotaría en puro conocimiento de amor, más adelante, cuando el Espíritu Santo viniera también sobre ella. Pero para entonces, ahí estaba la grave palabra: "Y ellos no entendieron".
2. JESÚS CAMINA ENTRE ELLOS SIN MIRAR ATRÁS.
Jesús estuvo en soledad indecible. Juan, que había descansado sobre su pecho y fue él solo de entre los discípulos que, después de huir, también él, se animó y volvió sobre sus pasos y perseveró al pie de la cruz, penetró más profundamente que los demás en el interior de Jesús. Su Evangelio es para nosotros una clave de todo el Nuevo Testamento. Ahora bien, su Evangelio y sus cartas están transidos de estremecimiento ante la incomprensibilidad de este misterio; cómo pudo ser que el Señor vino al mundo, que fue hecho por El, y el mundo no lo recibió.
Porque hay que representarse lo que significa que haya un hombre lleno de profunda inteligencia para la salud de todos, lleno de puro amor, dispuesto a abrirse, a dar, a ayudar. Y ahora va, habla con éste y con el otro, y tropieza aquí con desconfianza, allí con incomprensión, con risa u hostilidad Y así le aconteció a Jesús. Sólo que de manera infinitamente peor, divinamente espantosa.
Porque El llevaba en sí la verdad que salta de Dios. En El brotaba, en su fuente, la inmensidad de la virtud salvadora que pudo decir: "Venid a mí todos, que yo os "aliviaré". El veía cómo están los hombres y el mundo, y tenía poder de arrancar de cuajo la miseria. Pero tropezó en todas partes con un paredón oscuro. ¡Espantosa hubo de ser esta pasión!
Pero lo más espantoso fue que no cedió lentamente, que las tinieblas no se aclamaron y la cerrazón no se abrió. Todo se fue volviendo cada vez más duro, más tenebroso, más hostil, hasta que llegó la hora del poder de las tinieblas. Aquí barruntamos bien lo que es el pecado, lo que es la caída de la creación, cuando esto fue posible, esta ceguera y endurecimiento del corazón.
Y barruntamos también algo de lo que quiere decir la redención: que Él, para expiar el pecado, pasara por toda esa miseria hasta el fin. Que El soportara esta amurallamiento en sí mismo, este no ser recibido de aquellos a quienes venía a redimir, y lo sufriera sin evasión, sin mitigación, hasta la muerte. Si fuéramos capaces de sentir lo extremo, lo más recio, lo más inexorable habríamos comprendido algo de lo que significó la redención. Jesús no pudo soportar esto, sino desde el misterio de que habla, a su vez, Juan: "El Padre está siempre conmigo". Pero aún aquí penetro la soledad. El Evangelio mismo narra el grito de Jesús en su postrera angustia: "¿Dios mío. Dios mío, por qué me has abandonado?". Nos narra que, en la consumación postrera de la entrega redentora, en la más profunda oscuridad del tener que morir, se retiró también la cercanía del Padre, y allí estuvo Jesús enteramente solo y abandonado. Pero tampoco esta soledad le frenó. A pesar de los rechazos humanos Jesús sigue fiel su recorrido hasta la muerte.