La calumnia contra personas o grupos puede ser castigada penalmente en muchos países. Existen leyes que tutelan la buena fama de las personas y que limitan, justamente, el derecho a la libertad de expresión de forma que no pueda ser usado (abusivamente) para calumniar a inocentes.
Pero quien hace la ley, hace la trampa. O, dicho de modo más preciso, quien conoce la ley sabe cómo violarla con guante blanco para eludir procesos y castigos.
Eso ocurre con las insinuaciones calumniosas, muy presentes en la prensa, en blogs, en comentarios de Internet.
Ante la foto de un político por la calle durante la noche, uno insinúa: quizá estaba dirigiéndose a la zona caliente de la ciudad. Después del discurso del presidente, otro escribe: fue un buen discurso, pero es fácil intuir que pensaba lo contrario de lo que decía. Cuando un banquero presenta a los accionistas un excelente panorama para el siguiente semestre, un experto en economía divulga su opinión: ese banquero habrá ganado mucho sin dejar constancia de ello en los informes.
También ocurre situaciones parecidas (normalmente no punibles por la ley) en el ámbito de la familia, entre amigos y compañeros de trabajo. El hijo pide salir de casa para estudiar con sus amigos, y la hermana protesta: ¿no estará yendo a una fiesta? El encargado del archivo llega tarde una vez más; dos que lo ven entrar susurran: seguro que anoche se habrá emborrachado.
En la Iglesia no falta este tipo de insinuaciones: contra el obispo, contra los párrocos, contra el ecónomo, contra el sacristán, contra todo el que pueda ser motivo de envidia, de rencor, de malevolencia, de sospecha.
Las insinuaciones calumniosas se mueven con agilidad y sin peligro. Es casi imposible levantar una acusación formal contra el que ha insinuado una mentira grave contra un inocente. Las insinuaciones son eso, simplemente susurros de dudas, alusiones genéricas. Pero pueden manchar, poco a poco, a un inocente hasta convertirlo en un ser despreciado ante la mirada de pocos o de muchos.
Frente a las insinuaciones calumniosas, hace falta un corazón magnánimo para arrancar lejos sospechas infundadas, para corregir firmemente a quien encuentra diablos escondidos en cada mano que saluda, para defender la fama de un inocente injustamente salpicado por el lodo.
En el fondo, hace falta una conversión sincera para ver a los otros no con sospechas malévolas que perciben segundas intenciones y trastiendas llenas de delitos en cada vecino o en cada personaje público, sino con la grandeza de alma que defiende la buena fama de los inocentes, simplemente porque la merecen como seres humanos y como compañeros de camino en la aventura del vivir humano.