¿Imágenes eternas?
Gracias a los fotógrafos, hemos visto millones de veces, “inmortalizados”, a políticos y artistas, deportistas y científicos. Con su cámara y su destreza, desde ángulos y luces caprichosas, “eternizan” acontecimientos y personajes.
¿Eternizan? ¿Inmortalizan? ¿No será que estamos abusando del lenguaje? La fotografía, ciertamente, fija, conserva, un segundo en el devenir humano. La imagen queda, pasa a los libros, a la prensa, a internet... Queda, dicen, eternamente...
Pero la eternidad es otra cosa. Las fotos nos dejan sólo eso: un instante. La sonrisa del político que ayer vencía en las elecciones hoy es una mueca de desilusiones que nadie observa. El futbolista que levanta la copa del mundo entre los aplausos de un estadio abarrotado, sufre hoy con amargura por problemas familiares. El cantante que era tan fotografiado vive ahora en un hospital con pocos amigos y mucha angustia.
En el fondo, detrás de imágenes, historias, narraciones, se esconde esa fama que depende de los muchos o pocos que admiran a los “grandes”. Una fama que cambia como el viento, que engaña, que presenta a los malos como buenos y a los buenos como malos. Una fama que a veces exalta a personajes llenos de defectos e ignora a gente sencilla de corazón de oro. Una fama que no sirve para nada a la hora de la muerte, aunque millones recuerden al cantante famoso, a la actriz excepcional, al político de la palabra fascinante.
Sería triste que la fama nos lleve a olvidar ese destino que a todos nos espera. Caminamos hacia una meta, vamos poco a poco hacia eternidades verdaderas. Esas que no duran lo poco o lo mucho que pueda durar la fama o el recuerdo de quienes un día lloran la noticia de una muerte y mañana olvidan todo lo que aplaudieron con tanto afecto.
Son verdaderas sólo aquellas eternidades que no se apoyan en papeles, historias, recuerdos, tumbas hoy rodeadas de flores y mañana llenas de agujeros. Eternidades que se basan en un Amor infinito, el del Dios eterno, que ama y que invita a amar, que cuida de cada flor, de cada jilguero, de un niño y de un anciano que no tienen albums de fotos ni fama entre los aplausos de la historia demasiado humana.
Ante la eternidad del cielo la fama, el triunfo, el dinero, se evaporan. Porque allí cuenta sólo lo que aquí amamos, lo que dimos al pobre, al hambriento, al enfermo, al triste. Porque allí entrará quien, tal vez escondido, lejos de las cámaras y la prensa, supo cuidar a su madre anciana, supo perdonar al enemigo traicionero, supo decir una palabra de esperanza a un corazón atribulado.
¿Queremos “eternizar” este día, este momento que Dios pone en nuestras manos? Entonces, simplemente, amemos. Para ser semejantes a un Dios eternamente bueno, que ama y tiende la mano (sin fotógrafos) a cada uno de sus hijos muy amados.