Ante las débiles personalidades que hoy en día constatamos en algunos adolescentes, que se quiebran como frágiles copas de cristal frente a pequeñas adversidades, queremos proponer una posible solución que ayude a los padres de familia y a los formadores: darles de comer “hígado encebollado”… El ejemplo de una familia nos puede iluminar al respecto.
Apenas subir a la camioneta, después de que mamá les recogía de la escuela, venían las preguntas acostumbradas: “¿qué hay de comer hoy, mamá? ¿De qué es la sopa? ¿Y el postre?”
Para los varones, las respuestas del interrogatorio culinario al que se veía sometida la madre, que ahora hacía las veces de chofer y por la mañana había sido chef, les daban exactamente lo mismo. Arrasarían con todo aquello que se les pusiera en el plato. No así para las niñas, que aunque siempre compartieron la misma mesa, eran más exclusivas en sus gustos alimenticios. Ese refinamiento se acentuaba en la hija mayor, Paty, pues algunos alimentos, por su sola apariencia, simplemente no los soportaba. Son cosas que suceden en cualquier familia normal...
Después de que en el camino la madre ofreciera una descripción detallada del menú casero, llegaban a casa a cumplir siempre el mismo ritual: saludar a papá de beso, luego cambiarse los uniformes por ropa de civil (en la comida seguro se ensuciarían…), para al fin bendecir los alimentos y sentarse a la mesa familiar.
La hora de la verdad había llegado. Los 5 hijos, con un conocimiento previo de los guisos a ingerir, se disponían cada uno según sus apetitos.
Paty podía controlar la situación con aquellos alimentos que no prefería. Los esparcía por el plato, los combinaba desproporcionadamente con otros alimentos, se los pasaba con agua, etc. Sólo había un platillo que verdaderamente no podía soportar: el hígado de res encebollado.
En un escenario de este tipo, Paty recurría a métodos más sofisticados: hablaba sin control de las aventuras colegiales en la secundaria y de las injusticias académicas cometidas por sus profesores, esperando a que todos se levantaran de la mesa. O buscaba por todos los medios transportar, con agilidad y rapidez magistrales, un pedazo o la totalidad del hepático bistec al plato del hermano más cercano.
Más de alguna vez lo consiguió y evadió el bocado amargo, pero la mayoría de las veces papá, que sabía y comprendía la situación de su hija adolescente, motivaba a Paty con paciencia y caridad para que comiera lo más posible. Esta “trágica” situación, y el típico “tantos niños no tienen nada qué comer…”, provocó más de una lágrima en su chiquilla.
Ahora la Sra. Patricia, 20 años después, está felizmente casada y es madre de 3 hermosos niños. Las adversidades no han faltado en su vida, como en cualquier familia normal.
Nos damos cuenta de que esta vida terrena, aparte de todo lo bueno y hermoso que posee, tiene sus pequeñas y sus grandes adversidades. La adversidad es esa gran maestra que se presenta como un elemento connatural a la vida del hombre. Tarde o temprano a cada uno nos llega el momento de cargar con una o varias, pequeñas o grandes, adversidades.
Muchos de nosotros, a veces por un amor malentendido, queremos lograr que los hijos sufran lo menos posible y los apartamos sistemáticamente de todo aquello que les incomoda, les duele, les enfada o simplemente no les gusta. Formamos sin quererlo, voluntades débiles, personalidades frágiles y adolescentes caprichosos que, cuando comienzan a experimentar ellos solos la vida, no tienen las herramientas necesarias para sobrevivir a la adversidad. Pero es imposible apartarlos de todo sufrimiento. No siempre estaremos a su lado. Las escapatorias a estas situaciones son muchas y pueden llegar a ser penosas…
Por eso, un poco de “hígado encebollado”, es decir, esas pequeñas adversidades que se presentan a los chicos en la mesa, en sus gustos, en sus preferencias, pueden servir de vacuna para las grandes cruces de la vida. Nos toca a los formadores descubrirlas y aplicarlas con una motivación en positivo.