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Hacia la imagen verdadera

Cada ser humano camina junto a una imagen o varias imágenes: la imagen que cada uno tiene de sí mismo, las imágenes que los demás tienen de uno mismo.

Entre cada uno y su imagen, sin embargo, a veces hay una distancia inmensa. Un joven se sueña deportista, pero no es capaz de resistir unos minutos de entrenamiento. Una chica piensa en una carrera brillante, pero dedica lo mejor de su tiempo a ver televisión en vez de hacer los deberes escolares. Un hombre se considera buen esposo, pero no da gracias, ni acaricia, ni dice una palabra de emoción a la que piensa amar fielmente.

Algo parecido ocurre respecto de las imágenes que los demás tienen de uno mismo. Alguien que es visto como un amigo infiel es capaz de todo cuando llegan los problemas de sus amigos. Otro que es acusado de bebedor no ha llegado nunca a emborracharse. Otro que es aplaudido como buen padre de familia no busca nunca tiempo para ir a la habitación del hijo adolescente y hablar sencillamente, a corazón abierto, sobre sus problemas y sus sueños.

Ojalá, si los demás tienen mala imagen de uno, exista una distancia enorme esa imagen y la bondad que reine en el propio corazón. Ojalá nunca nos sintamos campeones o recibamos aplausos “por buena conducta” mientras se vive como hombre o mujer encadenados por egoísmos y perezas casi invencibles.

No podemos vivir aprisionados entre imágenes. La realidad de cada uno, eso que somos en lo más íntimo de nuestro ser, se construye a partir de actos concretos. Un acto de egoísmo nos encierra y debilita, nos arroja hacia mundos sin futuro. Un acto de generosidad y de esfuerzo sincero nos arranca de arenas movedizas para avanzar hacia metas de amor, hacia entregas que hacen más hermoso el mundo.

La vida verdadera se construye allí donde rompemos miedos, dejamos tibiezas y abandonamos vicios. Basta con empezar a amar, con poner a trabajar los dones que Dios nos ha dado, con acoger el cariño y apoyo de tantas personas que nos quieren buenos. Basta con descubrir que es el mismo Dios, con su presencia llena de respeto paterno, el que me invita a dejar sepulcros y a caminar por sendas de vida verdadera.

Seremos, entonces, hijos confiados y trabajadores alegres en una viña necesitada de mil cuidados. Seremos, de verdad, cristianos, seguidores del Maestro; reflejo, imagen y copia de quien fue Hombre perfecto: Jesucristo.