Pasar al contenido principal

Hacia el encuentro con la Vida

Desde que nacemos, toda nuestra vida es un continuo frenesí. Primero, la velocidad de un embrión, de un feto, que crece y crece con energías insospechadas. Luego, las inquietudes de un bebé, sus lloros, su sonrisa, sus sueños y sus pataleos. Llegan en seguida los primeros pasos, la aventura de un idioma, el descubrir mil cosas nuevas, el continuo “probar” con la boca a qué sabe cada clavo, pedazo de madera o juguete de plástico. Luego, el deseo de mayor libertad, los coscorrones, el inicio del parvulario...

Así pasan meses y años entre viajes y largas horas en casa, deporte y diversiones, clases y momentos ante la televisión (o ante el plato que no acaba de ser vaciado). Pronto llega la época de las fiestas y los amigos, los deseos de ser aceptado como “adulto”, valiente y decidido, cuando en realidad el miedo al futuro y la incertidumbre de cada nueva experiencia no acaban de llenar del todo ese corazón que nació para vuelos mucho más altos.

La adolescencia es una época de contrastes y de aventuras. Uno vive en el mundo de las emociones, del primer amor, del descubrir el propio cuerpo y sus reacciones, de la incertidumbre por unos estudios que hay que escoger sin saber aún qué se quiere hacer en la vida profesional. Además, pequeños o grandes fracasos revelan que la vida no es fácil, que un aparente amigo puede ser el traidor de mis esperanzas, que aquella chica o aquel chico que decía amarme ha jugado un rato con mi ingenuidad de soñador empedernido.

Después de uno, dos, cien golpes, la “realidad” nos saca de un mundo de fantasías y nos pone ante situaciones no deseadas ni previstas. Unos adolescentes que han jugado al amor se encuentran con un embarazo indeseado. Un chico que empezó con un poco de “droga ligera” tiembla ahora por las noches cuando le falta la dosis a la que no quiso encadenarse. Un estudiante de último mes recibe la sorpresa de unas notas que no le dejarán entrar en aquella carrera por la que tanto había luchado.

Algunos sucumben ante tanta incertidumbre y tanta prueba. O prefieren cerrar los ojos y subir el volumen de la música favorita. Otros se encierran en una computadora y buscan, con los chats, nuevas emociones. No falta quien se abandona a la desesperanza: ya no encuentra ningún sentido a su corta vida.

No todos pasan por tragos tan amargos. Hay quienes han acogido el cariño y los consejos de padres prudentes y cercanos, sin ser opresivos, y con ellos afrontan cada nueva situación. Otros han abierto a tiempo un Evangelio y se han dado cuenta de que el camino de la perdición es fácil, mientras el camino de la vida, del amor, de la única victoria (que Dios da a quien la pide), pasa por el sacrificio, por el decir que no a ese cigarrillo o a un paseo a solas con quien amo que puede terminar donde al inicio no queríamos.

Es un camino difícil, pero con premios inmensos, maravillosos, como lo son las palabras de Cristo, que es (Él mismo nos lo dijo) “camino, verdad y vida”. Es un camino ofrecido a todos. La semilla cae en muchos campos. Algunos, con buena tierra y corazón atento, pasan a través de las tormentas de la vida y construyen alianzas llenas de esperanza. Otros viven entre zarzas, pero no por ello han sido excluidos de la siembra. Quizá lleguen más tarde, quizá tengan que pasar por muchas pruebas, quizá sólo tras un accidente pensarán que la vida no es un juego, que hay valores más importantes que la risa fácil de diversiones buscadas en exceso.

Tras las heridas se ofrece el amor que perdona y que sana. Desesperar no es posible en quien conoce a Cristo, en quien ha visto lo mucho que nos ama. Hoy se acerca, con respeto, a millones de seres humanos, jóvenes, adultos o ya ancianos. Muchos, sin ruido, sin fotos ni reporteros, empiezan a dar un paso decisivo hacia el encuentro con la Vida.