Viene a mi memoria con gran claridad lo que me sucedió en julio de 1975 cuando, con unos amigos asistí a un curso en una hacienda ubicada cerca de Atlacomulco, Edo. de México, durante la cual aprovechábamos un rato del medio día para hacer algo de deporte. Dos de mis amigos habían realizado un corto recorrido en una zona de rápidos del río Lerma que pasa a poco más de dos kilómetros del lugar donde estábamos, y me invitaron para unirme a ellos y repetir su travesía.
En aquellos días llovía intensamente, y de manera muy concreta, el día anterior a nuestra aventura, lo que provocó un crecimiento muy considerable en el cauce del río en el cual fuimos a practicar el emocionante deporte del canotaje. Estas prácticas son especialmente adrenalínicas cuando se realizan, como en nuestro caso, sin lancha, sin salvavidas, sin casco, sin pensar, y sin prudencia. Así pues, nos lanzamos al agua montados en una simples y viejas cámara de llanta.
Poco antes de lanzarnos a un agua que era tan transparente como el chocolate con leche, y que por su violento oleaje mostraba el hambre que tenía para devorarnos, mis compañeros me advirtieron sobre la importancia que suponía el atravesar a la otra orilla en los doscientos primeros metros dado que había un paso peligroso, donde la mayor parte del cauce se embutía entre dos piedras separadas por escasos dos metros, tras las cuales había una pequeña caída. Todo deberíamos realizarlo con prisa puesto que la corriente avanzaba a gran velocidad.
Supongo que no llegué a recorrer ni cincuenta metros cuando los violentos movimientos me sacaron de mi cámara. Yo, sin soltarla con mi mano izquierda, traté de alcanzar la orilla opuesta nadando con desesperación pero no lo conseguí por lo cual la solté y lo intenté de nuevo, esta vez sin ese flotador, pero tampoco dió resultado, así que entré por ese pasillo a una de las experiencias más emocionantes de mi vida. No olvidemos que cada metro cúbico de agua pesa una tonelada, y por aquel pequeño pasillo corrían muchos metros cúbico por segundo.
Así las cosas, y antes de poder hacer nada, me encontré dando vueltas en un torbellino con la sensación de haberme convertido en un simple muñeco de trapo jaloneado por fuerzas muy superiores a las mías, es más, sin poder siquiera coordinar ninguno de mis movimientos. Cuando dejé de dar vueltas a lo loco fui enviado por el fondo del río (llegué a sentir el piso rozando mi espalda) recorriendo una distancia aproximada de cien metros, claro está sin poder respirar.
En medio del torbellino me dirigí a mi Ángel custodio y le pedí su ayuda, sin embargo cuando estaba a punto de ahogarme no daba señales de haberme oído, por lo que con gran enojo y el peor tono posible, y sin poder pronunciar palabra, lo regañé gritándole: ¿Dónde estás? Después de esto traté de salir a la superficie y decidí aspirar sin importarme el tragar toda el agua del río. En ese momento perdí el conocimiento... La siguiente escena fue encontrarme abrazado a la única piedra que sobresalía del agua en un remanso a pocos metros antes de un cañón donde irremediablemente hubiera entrado en calidad de bulto, y salido en calidad de cadáver. Tiempo después, recordando mi reclamo, pude oír que me contestó: “Aquí, sonso”. Si alguien duda sobre la existencia de los Ángeles, puede preguntarle al mío.