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¿Espectadores o protagonistas?

Es fácil decir que el mundo está mal. Guerras, hambres, injusticias, aborto, eutanasia, divorcio, abusos y violencias, engaños, fraudes, egoísmo, drogas, borracheras, infecciones, desastres... El elenco se hace largo, a veces casi repetitivo. Podríamos, además, señalar con el dedo a algunos de los culpables de tantas desgracias. Otras veces, de modo injusto y arbitrario, caemos en juicios temerarios o en calumnias sobre inocentes a los que culpamos de ser causa de algunos de esos males: añadimos a los males del mundo el mal de nuestras falsas acusaciones. En cambio, es muy difícil mirar, con los ojos atentos y la mente abierta, esos mismos males que afligen al mundo para atisbar caminos de solución y de mejora. El mundo va mal, ciertamente, por culpa de miles de personas que se manchan las manos con sus acciones malévolas. Pero también son, somos, culpables todos aquellos que nos limitamos a lamentaciones y seguimos luego en el camino de la vida como si no pudiéramos hacer nada para cambiar un poco este mundo de miserias. Cada corazón humano encierra unas potencialidades enormes para el bien. Los creyentes y los no creyentes, los ricos y los pobres, los que tienen títulos y los que no han terminado la primaria, los jóvenes y los adultos... Todos estamos llamados a poner un granito de arena, a veces un granote, para que algo cambie, para que un rayo de bien aparezca en barracas oscuras o en hospitales de agonizantes. Especialmente los cristianos estamos llamados a hacer mucho, muchísimo, a través de una “herramienta” inmensamente rica: la oración. Aunque no nos demos cuenta, con las oraciones de miles y miles de corazones, desde quienes viven como contemplativos hasta las personas de todas las profesiones y estados sociales, se han evitado guerras, se han construido hospitales, se han curado enfermos, se han restaurado matrimonios, se han convertido pecadores, se han salvado millones y millones de seres humanos, que pueden cantar, tras su muerte, las misericordias del Señor. Además de la oración, tenemos instrumentos de acción política que permiten influir y modificar las decisiones de las autoridades públicas, de los dirigentes empresariales o de otros responsables de la vida social. Hay situaciones en las que es legítimo el recurso a la huelga (siempre de modo razonable, pacífico, sin producir daños en personas inocentes, y sólo cuando no existan alternativas mejores), o a la objeción de conciencia, o a la creación de asociaciones orientadas a defender el derecho a la vida, a la vivienda, al trabajo, a la atención sanitaria, etc. Un modo eficaz y al alcance de todos para asumir el propio protagonismo en la historia consiste en ofrecer amor y esperanza a quienes se cruzan con nosotros en los mil caminos de la vida. El encuentro personal con un corazón bueno, la escucha acompañada de palabras llenas de respeto y de acogida, son capaces de cambiar la vida de una persona amargada, de un delincuente despiadado, de un empresario egoísta, de un esposo o de una esposa irresponsable. Cada encuentro con otro ser humano abre posibilidades de contagio de bondad, incluso de fe. Las convicciones que tenemos como cristianos, la certeza de saber que Dios nos ama y que Cristo dio su vida por cada uno de los hombres, nos impulsa a transmitir el tesoro que tenemos. De este modo, la llama de amor y de esperanza que recibimos en el bautismo podrá llegar a otras vidas: el mundo tendrá entonces más corazones llenos de Evangelio, dispuestos a amar y dar su vida por sus hermanos. No podemos ser simples espectadores de un mundo lleno de miserias. El protagonismo debe ser la consecuencia lógica de una convicción que llene nuestras almas: Cristo ha resucitado y sigue vivo entre nosotros. Entonces venceremos cualquier miedo, daremos a nuestra existencia un dinamismo imparable que cambiará poco a poco el color grisáceo de un planeta que puede respirar aires nuevos de caridad divina.