Alguna vez escuché que, a mediados del siglo pasado, un escritor francés se dedicó, con gran éxito, a escribir libros para los jóvenes. Me parece algo admirable. Escribir sobre cosas serias y conseguir que los muchachos se interesen en ello es un auténtico logro, sobre todo en una época en la que los mismos adultos, incluyendo a muchos ancianos, están curtidos de inmadurez.
A este respecto traigo a colación la petición de una chica quien me solicitó que escribiera algo para ellos, trasmitiendo una conversación que escuchó en una fiesta la semana anterior, en la que otra jovencita relataba cómo suele acudir a las llamadas de un conocido para tener relaciones íntimas, hasta que él se harta y la manda de nuevo a su casa, y todo ello como si fuera lo más natural. Quien me lo contaba terminó diciendo: “Es que eso es no tener ni el más mínimo sentido de autoestima”.
De ejemplos como éste se puede deducir que para mucha gente el respeto está dejando de ser algo positivo, es decir ya no se le considera como una virtud integrante de la justicia sino, en algunos casos, como una auténtica ridiculez. Aquí está, para mi personal forma de ver las cosas, uno de los temas más importantes que caracterizan la degradación de nuestra cultura: El respeto, o para ser más precisos, la falta de respeto.
Hasta hace pocos lustros, cuando se refería a una autoridad en la familia, en la vida civil, eclesiástica, académica…, solía ponerse antes del nombre el cargo o distinción; hoy, en cambio, se cita sólo por el apellido o incluso sólo por el nombre de pila, cuando no por el apelativo. Todo ello con el deseo implícito de fomentar la igualdad y la democracia, y en algunos casos con un claro afán de desprestigio.
Ahora las mujeres no protestan cuando ante ellas se dicen malas palabras, pues ellas también las dicen. Recuerdo cómo una me interpeló con el siguiente argumento: “Pero si no me molesta que hablen así, ¿por qué me faltan al respeto?” A lo que le respondí: “El problema es que tú ya te perdiste el respeto a ti misma”.
Me viene a la mente aquel trueque de algunos conquistadores cuando les cambiaban a los naturales collares de cuentas de vidrio por sus objetos de oro. La explicación es obvia: los indígenas no sabían reconocer el valor de lo que tenían y, por lo mismo, no lo cuidaban adecuadamente. Pues lo mismo sucede ahora, pero en un tema mucho más importante: la dignidad de la persona.
Me declaro como un acérrimo defensor de las mujeres ante la violencia de quienes, por tener mayor fuerza bruta merecen castigos ejemplares; sin embargo, la experiencia me ha demostrado que, con frecuencia, la falta de respeto es mutua, y en esos casos, pues, la culpa no es exclusiva del hombre. El respeto sólo se puede exigir respetando.