Allá por los años 70’s apareció un famoso juguete -disco de plástico- llamado “frisbee”. Pues bien, de aquellos tiempos tengo bien grabada en mi memoria la imagen de un amigo, quien jugando con otro que le lanzó el plato al ras del suelo, lo obligó a correr hacia él agachándose tanto, que se pisó la mano y se fracturó la muñeca. Aquello me resultaba absurdo: ¿Cómo puede alguien pisarse su propia mano mientras corre? Pero ante las evidencias no caben los argumentos; sencillamente así fue. El recordar ese hecho me hizo pensar en esa absurda capacidad que a veces tenemos de contradecir nuestros propios principios éticos con nuestras obras. Es decir, de tropezar con los obstáculos que nosotros mismos inventamos.
En su estupendo libro, “La libertad interior”, Jaques Philippe dice: “En el plano moral, da la impresión de que el único valor que todavía suscita cierta unanimidad en este inicio del tercer milenio es el de la libertad. Todo el mundo está más o menos de acuerdo en que el respeto a la libertad de los demás constituye un principio ético fundamental: algo más teórico que real (el liberalismo occidental es, a su manera, cada vez más totalitario). Quizá no se trate más que de una manifestación de ese egocentrismo endémico al que ha llegado el hombre moderno, para quien el respeto de la libertad de cada uno constituye el supuesto reconocimiento de una exigencia ética, pero en realidad, es más bien una reivindicación individual: que nadie se permita impedirme que haga lo que yo quiera. No obstante, hay que señalar que esta poderosa aspiración de libertad en el hombre contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de engaño, y a veces se lleve a cabo por caminos erróneos, siempre conserva algo de recto y noble”.
Otra idea clara que menciona este autor es que el hombre no ha sido creado para ser esclavo, sino para dominar a la naturaleza. “Nadie ha sido hecho para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido, sino para vivir a sus anchas… los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito”. Sin embargo, por todas partes vemos cómo cada día aumenta el número de personas que se condenan a arraigo domiciliario, comenzando por los niños, pues en vez de salir a conquistar el mundo verdadero, se encierran para recibir en sus casas las imágenes reales o virtuales y el “sound” que otros les envían.
Suponer que somos libres porque tenemos suficientes aparatos para estar enterados de lo que sucede en el mundo, o porque portamos un celular que nos permite hablar a cualquier hora con quien queremos, es simplemente materializar la libertad. Claro que esos adelantos técnicos nos facilitan mucho la vida, pero la libertad no podemos recargarla en un enchufe eléctrico o cambiándole las baterías. Defender esos criterios de libertad es como intentar capturar el mercurio con palitos chinos. La verdadera libertad, en ocasiones, puede ejercerla, con mayor calidad, quien tiene la capacidad de desprenderse de la televisión, del auto, de sus tarjetas de crédito…, pues es algo interior. Muchos son esclavos de sus cosas, de sus pasiones y de sus debilidades, en vez de ser los dueños y señores de ellas.
Quien pierde el control de sí mismo por el consumo de drogas o de alcohol; quien decide ver toda la pornografía que soporten sus retinas; quien come sin poder refrenar su apetito, se encadena. Quien se niega a escuchar argumentos que pudieran hacerle entender otra forma de ver las cosas; quien se niega a escuchar el punto de vista de los demás, por considerarse dueño monopólico de la verdad, está estrangulando su inteligencia. No debemos temer a la verdad, aunque todos sabemos que suele ser muy exigente. Conviene no perder de vista que la libertad no tiene como fin crear la realidad sino que ha de aprender a de moverse dentro de sus límites y esto es lo que tanto les molesta a muchos.
Con frecuencia nos olvidamos que el ser humano es grande, pero no infinito. Es capaz de obras maravillosas, pero siempre limitadas. Es racional, pero también torpe. Fuerte pero, al mismo tiempo, muy frágil. Ambicioso y, con frecuencia, demasiado conformista. Capaz de actos heroicos y, a la vez, temeroso y acobardado frente a muchos peligros reales o ficticios. ¿Por qué les extraña a algunos que nuestra libertad también sea limitada? ¿Qué tiene eso de extraño? Reconocer nuestra condición es aceptar una verdad muy importante. Aquí encaja maravillosamente lo que Jesús nos enseñó cuando dijo: “La verdad os hará libres”. De lo contrario, seremos esclavos de nuestras mentiras.