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Enseñar con el ejemplo

Enseñar con el ejemplo

 

Primero habló papá, con voz tranquila pero con palabras claras. Luego mamá dio un toque más incisivo a la reprensión: bajó a lo concreto, a lo que había que cambiar “ya”. Pedro comprendió perfectamente: le pedían más voluntad, ganas para levantarse a tiempo por las mañanas, para arreglar la habitación antes de ir a escuela, para llegar a tiempo a desayuno, para no ser caprichoso a la hora de tomar o dejar lo que le preparaban con tanto cariño. Se lo pedían por su bien: porque tenía que “formarse”, crecer como un niño y luego un joven maduro, conquistar ese carácter que nos permite hacer algo bueno en la vida.

Pero esta vez Pedro no pudo contener un susurro, casi como si pensase en voz alta. “¿Por qué, entonces, papá, no dejas de tomar tanta cerveza que se te nota el aliento por las noches cuando me despido de ti? ¿Por qué, mamá, no dejas de fumar, y así tenemos la casa con menos olores y cuidas más de tu salud?”

Es normal que sintamos, al ver a un niño, un deseo sincero de ayudarle, de orientarle por el buen camino. Queremos que no se muerda las uñas, que no se acostumbre a las peleas y al abuso con sus hermanos más pequeños, que haga las tareas antes de ver la televisión, que ponga las zapatillas en su sitio, que no tire la toalla al suelo... Le pedimos mil detalles porque, de verdad, lo queremos, porque sabemos que conquistar hoy esas metas le permitirán mañana ser un hombre o una mujer de valía.

Pero, ¿somos capaces de pedirnos a nosotros mismos esos mismos sacrificios? Es muy fácil que los adultos pensemos que ya no podemos cambiar. Muchas veces intentamos dejar de mordernos las uñas, o hicimos la promesa número 100 para dejar el cigarrillo, o decidimos no terminar las discusiones a base de gritos, o dijimos que esta vez quedaría apagada la computadora cuando, al final, volvimos a encenderla y nos quitó otras dos horas de vida familiar. Pero luego todo sigue igual.

Los niños, que lo ven todo, se dan cuenta de que hemos pactado con un modo de ser, de que pensamos que nuestro cambio es imposible, de que le pedimos a él cosas que tal vez para nosotros “parecen” sólo un sueño.

“Parecen”, sí, entre comillas. Porque hay todavía en nosotros algo (mucho) de voluntad. Sólo que la pereza y la rutina la han dejado allí, pasiva y cansada para estas cosas pequeñas. Para otros asuntos “más importantes”, en cambio, somos capaces de hacer sacrificios casi heroicos: ciertas dietas para adelgazar, la constancia por tener todo listo para contentar al “jefe” que puede subirnos el salario, el cariño con el que sacrificamos tardes de reposo para acompañar al abuelo o a la abuela enfermos.

A muchos adultos nos ayudaría la sinceridad de un Pedro, tener a nuestro lado a alguien que nos pusiese retos que parecerían, después de muchos años, casi inalcanzables. Que nos dijese que también nosotros podemos cambiar, que el camino de la propia formación no termina el día en que inicia un contrato o ha nacido el primer hijo.

Pedro se ha vuelto rojo como un tomate. Con la misma voz baja, casi temblando, ha empezado a pedir perdón por su atrevimiento, por su falta de respeto. Papá y mamá, en cambio, le miran con un cariño más profundo, especial, sincero. Le miran y se miran entre sí. Con un hijo como Pedro saben que no basta dar consejos: también hay que dar ejemplo. Que es una manera estupenda de ayudar a ser mejores, de formar el carácter de aquellos a los que más queremos...

Para profundizar:

http://es.catholic.net/escritoresactuales/251/462/articulo.php?id=7087