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Encuentro con el Señor

"Vayamos con alegría al encuentro del Señor", es la frase central del Adviento, y con la que se puede resumir la actitud cristiana de quien está preparando el encuentro con Dios Nuestro Señor en Navidad.

¿Dónde se encuentra el Señor? ¿Cómo podemos ir a su encuentro? Nunca debemos olvidar que cuando hablamos de encontrarnos con Dios, lo que tenemos que hacer es entrar en nuestro corazón y preguntarnos si nos estamos encontrando con Él en lo más profundo de nosotros mismos. De nada serviría tener un encuentro externo, de fiestas y de preparativos para la Navidad, si ese encuentro no se realiza vivencialmente en nuestro interior.

Encontrarnos con el Señor significa ser capaces de descubrir en nuestro interior lo que Dios quiere y busca para nosotros. El encuentro con el Señor no es otra cosa sino la capacidad que tengamos en nuestra alma de reconocer la presencia de Dios, y por lo tanto, la obediencia a su ley en nuestro corazón.

A veces podría parecernos contradictorio el tener que encontrarnos dentro de nosotros y hacer desde el interior el encuentro con Dios, porque cuántas veces pensamos que en nuestro interior tiene que haber una total autonomía, por la cual somos nosotros los que decidimos, mandamos, vemos qué hacemos, y nos olvidamos que nuestra auténtica realización y el verdadero encuentro con Dios sólo se realiza en la medida en que obedecemos la ley del Señor.

Encontrarse con Jesús en este Adviento y no tener en nuestro interior una actitud de obediencia a este Cristo que viene es una infamia. En cada uno de nuestros corazones debe existir una obediencia motivada no por otra cosa, sino por el hecho de que Cristo viene a traernos la verdad. Por lo tanto, el encuentro con la ley de Dios, el encuentro con Cristo en este Adviento, no puede ser superficial, de fantasía o de confeti, sino que tiene que ser un encuentro muy serio, muy recio, porque en el fondo, es el encuentro con la verdad de nosotros mismos, con nuestra propia autenticidad.

¿Cómo podemos realizar este encuentro? Si el encuentro tiene que ser interior, el hombre, en su tender hacia Dios, debe ser capaz de hacerlo libremente. Y para lograr esto, como dice el Papa, es necesario que "el hombre pueda distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios”. (Veritatis Splendor, n. 42).

Todos tenemos en nuestro interior un don, que no es otra cosa sino el reflejo del esplendor del rostro de Dios. La inteligencia es un regalo dado por Dios al hombre para que el hombre pueda encontrarse con Él. Nuestra razón no está simplemente llamada a ver, sino también a buscar cuál es el bien y cuál es el mal. Dios ha querido regir el mundo con una norma, que es su ley: “La ley eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana”. (Dignatis humanae, 3).

El ser humano no se encuentra con Dios de una forma automática, sino que con su libertad puede responder al amor de Dios. Es así el modo en el cual Dios Nuestro Señor es providente con el hombre. Lo vemos en el Evangelio del centurión: Cuando Cristo va a curar al siervo, se encuentra con que el centurión es providente a través de su fe, es decir, a través de su querer, de su libertad que se pone en contacto con Dios.

¿Cómo es Dios providente con nuestra familia? No simplemente dándonos cosas materiales para comer y para vivir. Dios es providente con nuestras familias especialmente en base a nuestra libertad que decide amar. Amar a este hombre o a esta mujer, amar a estos hijos, amar a mi entorno. "El hombre se hace partícipe de la providencia de Dios siendo providente sobre sí y para los demás". (Veritatis Splendor n. 43).

¡Qué dignidad tan grande, qué luz tan honorífica y rica ha puesto Dios en nosotros! Yo me preguntaría si sabemos usar esta luz en nuestras vidas, o si por el contrario, vivimos como las plantas, como los animales: simplemente respondiendo a estímulos, a provocaciones que la vida nos va suscitando, y no aceptamos en nuestro interior este designio de la sabiduría y del amor de Dios que descubrimos con nuestra razón natural. Nuestra inteligencia tiene que estar orientada a buscar el bien: el bien para nosotros, porque ese es el modo en el cual Dios se hace providente sobre nuestra vida, pero también el bien para los demás, porque ese es el modo en el cual Dios se hace providente, a través de nosotros, con los demás.

El bien lo encuentro con mi razón que acoge la Revelación de Dios, que acepta el camino que Él me presenta, y de esa forma, yo respondo libre y racionalmente a lo que el Señor me propone. Cuando veo el mundo actual y me quejo, ¿me he preguntado si he sido providente para mis hermanos los hombres? Cuando veo las necesidades que me rodean, ¿me he preguntado si he sido providente para ese pobre, para ese enfermo, para ese solitario, para ese abandonado o para ese sufriente?

Todos estos caminos: la ley eterna, la ley natural —que es la ley de nuestra razón—, la ley del Evangelio y la ley del el Antiguo Testamento, que parecen ser una especie como de poste de luz a nuestro alrededor, convergen en lo mismo: ayudar a que el hombre haga la verdad que busca la ley de Dios, que por lo tanto, se realice.

¿Qué busca la ley del Evangelio? Que el hombre haga la verdad. ¿Qué tiene que buscar la ley de nuestra razón? Que el hombre haga la verdad, que sea auténtico, que no se engañe a sí mismo. ¿Quieres ser libre?, es decir, ¿quieres encontrarte contigo mismo?, ¿quieres encontrarte con el designio de Dios en tu corazón? En definitiva, ¿quieres encontrarte con Cristo, porque esto es el Adviento? Busca vivir de acuerdo a la ley de Dios. Vive siempre conforme a lo que el Señor te propone a través de tu razón, a través de las Escrituras, a través de las circunstancias a lo largo de tu vida.

Busquemos siempre el bien y huyamos del mal, para que la fe del centurión, del que nos habla el Evangelio, se realice en nosotros. Y así, también se producirá en nosotros el auténtico encuentro con Cristo. Porque, ¿quién se encontró plenamente con Cristo, el siervo que fue curado, o el centurión que creyó? Quien se encontró con Nuestro Señor, no fue el siervo curado, sino el centurión que creyó.

Hagamos que nuestra vida, en este Adviento, no se encuentre con Cristo simplemente porque cambie el decorado de las casas, el ambiente de las ciudades, o las actividades de las familias; encontrémonos con Cristo porque en nuestro interior acogemos, con nuestra libertad, la búsqueda del bien y de la verdad que el Señor nos propone a cada uno.