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En nuestras manos

Nos impresiona pensar que alguien depende de nosotros, que su vida está en nuestras manos. Un niño pequeño, un anciano en situación de invalidez, un enfermo mental, nos necesitan, nos piden que estemos a su lado para ofrecer cariño, ayuda, comprensión.

Nos impresiona todavía más pensar que Dios pueda estar en nuestras manos. Lo estuvo en el seno de una joven nazarena, María. Lo estuvo en Belén, cuando pasaba de los brazos de la Virgen a los brazos de José. Lo estuvo en Egipto, cuando una familia extraña, venida de tierras palestinas, pidió algo de hospitalidad y de ayuda, y otra familia, seguramente hebrea, les acogió, y tuvo, bajo su techo, al Dios pequeño, al Dios niño que todos llamaban, simplemente, Jesús. Lo estuvo en Nazaret, cuando jugaba y trabajaba, como un niño cualquiera, bajo la mirada vigilante de José y de quienes velaban para que no se acercase demasiado al pequeño barranco sobre el que se levanta la parte alta de la aldea.

Dios estuvo en nuestras manos cuando las multitudes tocaban y apretaban a Cristo, cuando le seguían, le amaban o le odiaban. Cuando cogieron piedras para matarlo o cuando lo recibieron en triunfo al entrar en Jerusalén un hermoso día de primavera que hoy llamamos “domingo de Ramos”.

Dios estuvo en nuestras manos un Viernes Santo. Miembros del Sanedrín, siervos, soldados y gobernantes, tocaron, escupieron, abofetearon, azotaron a un Jesús indefenso, pobre; un inocente que no gritaba, que no protestaba ante una condena injusta, despiadada. Tendió sus brazos sobre un tronco, tal vez de encina, y unas manos le taladraron, con prisa, porque otros asuntos “importantes” esperaban a los verdugos.

Al final, las manos de la Virgen acogieron el cuerpo, ahora muerto, de Jesús. Algunas mujeres buenas lo embalsamaron y, con otros amigos, le dieron sepultura. Su homenaje póstumo fue un gesto de amor a quien estuvo unos años entre nosotros, “en nuestras manos”.

Dios sigue en nuestras manos después de 2000 años. Lo podemos tocar en el enfermo, en el preso, en el hambriento y el sediento (“a mí me lo hicisteis”, Mt 25, 34-46). Lo podemos acoger cuando recibimos, en nuestra casa, al sacerdote, al misionero, que nos vienen a anunciar el Evangelio (Lc 10, 16). Lo podemos amar cuando, de verdad, perdonamos y queremos a cada hombre, incluso al enemigo, porque el Padre hace llover sobre todos, nos perdona y nos espera, también cuando hemos pecado, también cuando hemos sido malos (Mt 5, 44-48).

En nuestras manos... Lo más seguro es que algún día descubramos que el Dios que estuvo en nuestras manos era el Dios que nos llevaba, como a un niño en su regazo, por las mil aventuras de la vida (Ex 19, 4).

Al cruzar la frontera, cuando por fin veamos a Dios cara a cara, sin misterios, nuestra alegría será despertarnos, entre sus brazos maternos, mientras nos susurre al corazón: “gracias por haberme amado en cada hombre y mujer que caminó a tu lado. Gracias por haber saciado mi sed de amor y de esperanza. Ven y entra al banquete del Reino. Aquí estarás, para siempre, entre mis manos...”