Contemplar Belén como misterio de obediencia. El autor de la carta a los Hebreos pone en labios de Cristo, al momento de su encarnación, esas palabras que debieron conmover el corazón del Padre: Heme aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Y así fue: por obediencia María tuvo que emprender aquel penoso viaje de Nazaret a Belén, por obediencia no hubo para ellos lugar en el mesón, por obediencia la atmósfera de Belén fue la humildad y la pobreza.
En el monte Calvario había tres cruces aquel día. Sin embargo, sólo una de ellas fue redentora, la de Cristo. Los tres condenados sufrieron muchísimo, pero sólo uno fue el Redentor del mundo. Lo esencial en la obra de redención obrada por Jesús no fue la cantidad o la calidad de los sufrimientos a los cuales fue sometido, sino el hecho de que Él los aceptó como un acto de obediencia al Padre.
El primer Adán nos causó un gran daño por medio de su desobediencia. Los Santos Padres hicieron notar que así como el primer Adán nos arrojó a un abismo de miseria por medio de un pecado, relacionado con un árbol, así el segundo Adán, Cristo, nos abrió las puertas de la salvación por medio de su consentimiento a una muerte en un árbol, la cruz.
La obediencia de Cristo no fue sólo el último gran acto redentor de su vida. Más bien fue un estilo de vida para Él. Él se sometió a su Padre, viniendo a este mundo y haciéndose uno de nosotros. Durante su infancia, adolescencia y juventud fue obediente a sus padres en Nazaret. Este hecho de por sí mismo es suficiente para maravillarnos cuando consideramos quién estaba obedeciendo y a quiénes.
Cristo obedeció la Ley de Moisés. Él cumplía con sus obligaciones religiosas: cada semana iba a la sinagoga y tres veces al año al Templo en Jerusalén. Ciertamente Cristo fue superior a Moisés, pero de todos modos Él obedeció a los dictámenes de éste.
Fue en la pasión cuando Cristo mostró en un grado supremo y heroico su obediencia porque dejó a los hombres hacer con Él lo que querían. Parece ser tratado como una pelota de ping-pong pues fue botado de un lado a otro: de Anás a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato a Herodes y de nuevo de vuelta a Pilato, de Pilato a la chusma y a los soldados romanos. Ellos pensaban que estaban obligándolo a hacer lo que querían, pero en realidad fue Él quien se había entregado libremente a ellos, pues sabía de antemano todo lo que iban a hacerle. Cristo describió con bastante detalle su futura pasión y muerte.
Esta lección de obediencia de Cristo no puede pasar inadvertida para el hombre moderno. En este mundo prevalece el individualismo. El hombre no quiere someterse a nada y a nadie. Se proclama la libertad del hombre. Así la mujer dice que “puede hacer con su cuerpo lo que quiere”, aunque sea abortar; el hombre dice que “puede usar su cuerpo como desea porque es de él”.
Cristo pone en crisis la manera de pensar del hombre moderno sobre la libertad, que es más bien libertinaje. Le dice que la obediencia no destruye la personalidad humana cuando se trata de una obediencia filial a Dios. La obediencia de Cristo no fue la del esclavo que obedece por miedo, o del mercenario que lo hace por una remuneración económica, sino de un hijo que ama a su Padre. La obediencia que nos pide Cristo nos lleva a buscar la raíz última de toda autoridad legítima: viene de Dios. Por eso los hijos deben obedecer a sus padres, porque éstos representan a Dios; los ciudadanos deben obedecer los dictados moralmente correctos del gobierno legítimo porque éste también representa a Dios; sobre todo se debe aceptar la doctrina y la disciplina de la Iglesia y obedecer al Papa.
Cuando la obediencia no es motivada es muy pesada. La vemos como una especie de “robo” de nuestro tiempo y capacidades. La obediencia que eleva es la de Cristo, una obediencia motivada por el amor filial a Dios Padre.