Con la caída del Muro de Berlín y el rompimiento del Bloque Soviético, algunos se ilusionaron pensando que muchos millones de personas -quienes padecieron las calamidades de la ideología marxista- comenzarían a vivir dentro de un ambiente más sano. Por fin podrían acceder a la democracia con todas sus bondades; a una economía de libre mercado; a una vida social sin restricciones de corte policial; a una educación abierta y liberal. Sin embargo, los más objetivos eran concientes de que nuestro modelo capitalista, liberal y globalizado, poco podía ofrecer a esa gran tajada de la humanidad, pues lo que realmente les estamos procurando no termina por satisfacer las ansias de desarrollo humano y social de aquellos pueblos.
Y no es que nos falte bagaje cultural, sólidos sustentos éticos y fuertes principios sociales en nuestros archivos (pensemos en tantas culturas como los clásicos griegos; en los sabios árabes; en la bendita tradición Judeo-cristiana; en los grandes logros conseguidos en tantas universidades europeas durante siglos; y las riquezas de sabidurías importadas también de las ciencias y pensadores orientales, así como la visión de la vida propia de los pueblos de la América precolombina), lo peor de todo es que, poco a poco, hemos ido arrumbando todo ello en empolvadas bodegas que son patrimonio de unos cuantos hombres y mujeres cultos.
Nuestra vida se ha ido deslizando por una pendiente liberal, pero no del liberalismo bueno, respetuoso del ser humano, sino de un liberalismo al que el ser humano -y todo lo demás- le tiene muy sin cuidado, en una alocada búsqueda de la libertad por la libertad; de una libertad que no tiene rumbo definido y cambia con el viento que sople sin importar su origen, y la experiencia diaria nos demuestra que los vientos que nos llegan huelen a billetes sin importar por qué país han sido emitidos, y así aceptamos todo: dólares, pesos, yenes, euros... ¡qué más da!
El resto de las actividades del ser humano han crecido -en algunos casos- de forma maravillosa, pero en el aspecto espiritual sufrimos serias discapacidades. Es aquí donde “nuestro mundo” podría ofrecer -entre muchas otras realidades- algo específico que el Comunismo le quitó a los pueblos de la URSS: la figura del sacerdote como ministro de Dios. Pero tristemente vemos que para muchos, los clérigos han pasado a ser -si acaso- figuras decorativas, útiles para adornar la vida de relaciones: son los ceremonieros de los grandes eventos sociales. Sirven para las bodas, para los quienceaños de las chicas; para las primeras comuniones y para bendecir las nuevas instalaciones ahuyentando con agua bendita las malas vibras. En el cine y la televisión su papel ha quedado reducido al de consejeros, cuando no se les presenta como auténticos delincuentes.
¡Qué importante es revalorar, hoy por hoy, el carácter sacramental de los ministros de Dios! El sacerdote es administrador de Dios, pues da Dios a los hombres... distribuye Dios a los hombres a través de los Sacramentos en la Liturgia. El sacerdocio no es una profesión, es una vocación (del verbo “vocare”: llamar). El sacerdote es, por lo tanto, alguien llamado por Dios para cumplir una misión sagrada: su identificación personal con Jesucristo. El hecho de que ningún ser humano sea digno de participar del sacerdocio, no desmerita que éste sea, en sí, algo santo.
El sacerdote es primeramente para dispensar los bienes de la salvación, y entre estos bienes -según aclara Juan Pablo II- el bien más grande es la Redención, pues da a los hombres al Redentor en persona”. (Encíclica: “Don y misterio”). Y cuando en la Misa dice “El Señor esté con ustedes” no lo hace con ánimo de un buen deseo, sino de conciencia plena sobre esa realidad. Más que “esté” con ustedes, afirma: “está” con ustedes: ¡Dios con nosotros! Que eso es lo que significa el Emmanuel: ¡Dios con nosotros! No es poco lo que nuestra cultura global podría ofrecerle a esos millones de personas libradas del Comunismo. Esta es la verdad que hace realmente libre al hombre: saberse unido a Dios -amado por Dios- desde siempre y para siempre.
No cabe duda: hacen falta muchos y muy santos sacerdotes... Sacerdotes cultos, alegres, piadosos; comprensivos y serviciales; rezadores... muy humanos y muy divinos para que puedan ser esos puentes capaces de unir a los hombres con Dios. Pero los sacerdotes no brotan por generación espontánea, son un resultado de pueblos con fe; es por tanto una tarea que nos corresponde a todos, especialmente a las familias jóvenes.