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El relativismo como camino a la intolerancia

El relativismo cree que la verdad, en uno o en varios ámbitos del saber, sería inalcanzable para los hombres. Por lo mismo, considera “teóricamente” a todas las opiniones como iguales.

Por ejemplo, negar que Dios exista valdría lo mismo que afirmar que Dios existe, pues ni los ateos ni los creyentes pueden probar que su postura sea “verdadera”.

En realidad, el relativismo desencadena una continua lucha de poder en la que se imponen los más fuertes sobre los más débiles. Porque si la verdad fuese inalcanzable, en el mundo de los hombres seguirán siempre en pie juegos de poder, más peligrosos cuando la verdad ha quedado relegada al ámbito de lo inalcanzable. Es entonces cuando “vale” sólo quien domina a los otros desde su punto de vista, que es lo mismo que decir desde sus deseos, sus gustos, su prepotencia, su avaricia, sus ambiciones, sean o no sean verdaderas, buenas o justas.

Es por eso que el relativismo, a pesar de sus apariencias inocentes y benignas, conduce al egoísmo y a la prepotencia, a la lucha y a la mentira, a la intolerancia y a la marginación del diverso.

El Evangelio, por el contrario, nos abre a la verdad, nos aparta del egoísmo, nos purifica de las mentiras.

Por eso también nos enseña el camino de la humildad, del servicio, del amor. Porque la verdad lleva a amar, y amar implica desear el verdadero bien del amado. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

Existen, por desgracia, grupos dentro de la misma Iglesia que, en nombre de un falso diálogo, promueven el relativismo, y así se apartan de la verdad, de la justicia, del amor. Algunos de esos grupos han llegado al absurdo de apoyar la legalización del aborto o de la eutanasia, han defendido el “derecho” a la esterilización o a los anticonceptivos.

Cuando estamos lejos de Dios, que es amor, todo es posible, incluso apoyar los males más aberrantes. En cambio, cuando vivimos cerca de Dios, avanzamos hacia el Amor verdadero, y buscamos vivir según los Mandamientos del Señor. 

Cada católico está llamado a enseñar ese Amor, a mostrar a los hombres el verdadero Evangelio de Cristo, que nos recuerda la entrega del Hijo, en la obediencia al Padre, para rescatarnos del pecado, para librarnos del error, para conducirnos a la Verdad, que es Amor. 

Esa es la gran tarea de ayer, de hoy y de siempre: vivir en la Verdad, como Iglesia, bajo la guía de Pedro y de los Obispos sucesores de los apóstoles. Sólo desde esa Verdad que nos viene de Dios superaremos los riesgos del relativismo y podremos promover un diálogo lleno de amor y respeto hacia cada uno de nuestros hermanos los hombres.