En el libro “El señor de las moscas”, William Golding narra las típicas aventuras de un grupo de náufragos en una isla, sobrevivientes de un accidente aéreo y su lucha por la supervivencia; pero con la peculiaridad de que todos ellos eran niños británicos entre los 6 y los 12 años.
La obra es una metáfora de nuestra vida en la que el autor esboza la tesis de que el hombre es un ser miedoso por naturaleza, capaz de refugiarse en lo irracional y hasta llegar a la eliminación de sus congéneres cuando se encuentra ante situaciones desconocidas, donde pareciera que siempre prevalece la ley del más fuerte, pues cualquier ser humano es, ante todo, un superviviente.
El autor de esta obra cae en una forma de reduccionismo al limitar la vida del ser humano a sus instintos. Su postura no es del todo equivocada cuando presenta una sociedad donde la violencia aparece frecuentemente. Sin embargo, el ser humano lleva en su propio ser una ley natural que le permite calificar como buenas o malas sus decisiones, de manera semejante a como un motor le “habla” a un mecánico quien, gracias a los datos revelados, puede descubrir lo que está bien o mal en la máquina.
La ley natural, que todos llevamos en nosotros, podemos encontrarla esencialmente y de forma muy resumida en los Diez Mandamientos, que viene siendo el manual de uso y mantenimiento del ser humano, entregados por su “fabricante” -también conocido como nuestro Creador o Dios-.
Ahora bien, ya lejos de esta novela, y partiendo de una visión antropológica aceptable, podemos dibujar al ser humano como un compuesto consustancial de alma y cuerpo; es decir, dos componentes distintos, pero “internecesarios” entre sí. Un cuerpo material y un alma espiritual; ésta última con dos potencias superiores: inteligencia racional y voluntad libre. Teniendo como sus objetos propios: la verdad y el bien, respectivamente.
En el proceso natural la inteligencia actúa primero descubriendo la verdad, para presentársela como positiva a la voluntad. La cual habría de aceptar esas razones, ordenando las decisiones oportunas de la conducta humana. Dicho proceso nos diferencia con claridad de los animales. Sin embargo, algo falla en este sistema, pues los gordos siguen aceptando que hay alimentos y cantidades que han de rechazar. De la misma manera que todos sabemos que es malo mentir, criticar y, sin embargo…
La trampa se presenta cuando la voluntad quiere algo concreto y se pone en comunicación con la inteligencia en estos términos: Oye inteligencia, tú siempre me has dicho que esto es malo, pero, ¿por qué no te metes en tu bodega -la memoria- y buscas algunos datos que me sirvan para justificar que, en mi caso, esto no es malo, incluso, que es conveniente. A este proceso lo nombramos: pretextos.
Si yo destruyo o daño la obra de un artista, lo ofendo. Cuando yo me deterioro por el mal uso de mi voluntad haciendo aquello que daña mi propia naturaleza no sólo me ofendo a mí, sino también a Dios, y eso se conoce como “pecado”, por eso con justa razón se puede afirmar que todo pecado es antiecológico.
También es cierto que muchos creyentes viven “ateamente”, es decir, como si Dios no existiera, y esto se puede deber a diversos motivos. Uno de ellos podemos descubrirlo en el valor que le damos al dinero y las demás cosas materiales. Cuentan que un maestro aleccionaba a su discípulo presentándole la diferencia de ver a través de un vidrio y mirarse en un espejo, aclarándole: Cuando vemos a través de un cristal transparente podemos ver a los demás, pero cuando hay algo de “plata” detrás del vidrio sólo nos vemos a nosotros mismos.
A diario nos topamos con gente que interpreta aquella vieja canción de cuna: “A la ru-ru niño, a la ru-ru ya, duérmete conciencia, duérmeteme ya”. Vivir con la conciencia dormida es vivir con el peligro de terminar como auténticos animales, sin respetar a los demás. La moral natural es la única guía confiable para no errar. El positivismo ético depende del capricho de los legisladores y, por lo mismo, suele fallar con frecuencia.