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El “misterio de la luna”

La luz de la Luna no es luz propia. Refleja, simplemente, hermosamente, la luz del Sol.

La Iglesia tampoco tiene luz propia: no brilla por su cuenta. Si luce, si es visible, si ilumina, es solamente porque refleja a Cristo, el verdadero Sol, el único Salvador del hombre.

Los primeros cristianos usaron esta comparación: Iglesia y Luna. Desde ella podemos preguntarnos: ¿hasta qué punto soy miembro de la Iglesia? ¿Hasta qué punto mi luz viene de la única fuente, del manantial de aguas vivas, del Cordero que quita el pecado del mundo, de quien fue capaz de dar la vista al ciego y de perdonar el corazón de la adúltera, de dar luz al universo?

Cada cristiano debería sentir, en lo más profundo de su corazón, una llamada a mirarse en el espejo. Veremos si nuestros ojos brillan con la luz normal, sencilla, propia de cada existencia humana, o si en la humedad y el brillo de la pupila palpitan la paz, la alegría, la confianza de quien ha sido perdonado, abrazado, acogido e invitado a las bodas del Cordero. Las bodas que celebran la vuelta del hijo a casa, las bodas de quien se siente amado por el Padre, de quien se ha dejado mirar por Cristo para reavivar la imagen de Dios que permanece muchas veces oculta entre las sombras de lo cotidiano.

Todos los bautizados, todos los miembros de la Iglesia, podemos vivir este misterio, podemos reflejar una luz capaz de llenar de belleza y de gozo un mundo muchas veces sombrío y desesperanzado.

Responderemos así a la invitación del Papa Juan Pablo II en la carta apostólica escrita al inicio del milenio (“Novo millennio ineunte”), cuando nos recordaba que la Iglesia esconde un “misterio de la luna” (mysterium lunae):

“Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su «reflejo». Es el mysterium lunae tan querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz. Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice, al presentarse como «luz del mundo» (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran «la luz del mundo» (cf. Mt 5,14)”.

La historia no se detiene. En ella brillan, en la casa, en la fábrica, en la oficina, en el campo, en el hospital, en la parroquia, entre chabolas o rascacielos, miles de pequeñas lunas, miles de vidas cristianas que participan plenamente del misterio de la Iglesia. Brillan con una luz que viene de arriba, una luz que no pueden esconder, una luz que da sentido a la existencia y eleva los ojos del corazón para descubrir, en el Hijo, algo del misterio de Amor, eterno y fiel, del Padre de los cielos.