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El miedo al todo

La vida es la vida y la muerte es la muerte. Mientras estoy vivo, vivo, y cuando muera estaré muerto de ahí en adelante. Esta vida es temporal y lo que viene después será para siempre. Por lo cual, más me vale dedicar algo de mi valiosísimo tiempo a pensar en mi futuro -pero no en el futuro próximo: mañana, el próximo fin de semana o las próximas Navidades sino en lo que me espera más allá del momento en que alguien levante mi acta de defunción declarándome como el cadáver muerto de un difunto fallecido. 

Soy un ser humano y por lo tanto digno de respeto y aprecio; pero una vez que haya muerto... y los que me conozcan también... ¿quién se acordará de mi? Es más, ¿Quién de los que me aman querrá acercarse a mí cinco días después de que me sepulten? ¿Quién querrá desenterrarme para invitarme una taza de café mientras conversamos? Y lo más probable es que mis amigos visitarán mi tumba con la misma frecuencia con la que yo visito las tumbas de mis amigos muertos. ¡Ay de mi! Pues como dice el poeta: “qué solos se quedan los muertos”.

Pregunta marginal: ¿Cómo es posible que me atreva, con inmensa desfachatez, a no dedicar este artículo a cuestiones de política, dado que todo editorialista solamente ha de escribir sobre este tema? No lo sé, quizás sea porque haya caído en el grave error de pensar que: leer las reseñas sobre mordeduras humanas, siempre justificadas por las supuestas injusticias y torpezas que unos y otros partidarios de todos los partidos cometen en contra de la sociedad y las leyes, y por ello este espectáculo me resulta similar al de la lucha libre, donde todos se lastiman, pero en el fondo sé que muchos están haciendo puro teatro. Por mi parte: ¡Que viva la libertad! y ¡que viva la muerte!

Hoy por hoy, la gente le tiene miedo al todo. La entrega total en el matrimonio va perdiendo partidarios. Los mismos deportistas se entregan del todo a su equipo, mientras otro club no les mejore las ofertas en sueldos y prestaciones. La virginidad ya no es vista por algunos como un don maravilloso, que se ha de conservar para cuando llegue el momento del compromiso total con quien se ha de compartir la vida entera. Algunos artistas pareciera que son más fieles a unos “jeans” que a sus compañías televisoras y disqueras, y se mantiene unidos más tiempo a sus calcetines que a su pareja amorosa.

Por otra parte, se busca tranquilizar la conciencia, que reclama el trato con Dios, en una religiosidad que no exija tener que devolver todo lo robado; que no destierre toda la pornografía; que no nos prohíba decir todas las posibles y “necesarias” mentiras; que no nos obligue a una fidelidad total a la esposa -y al esposo- para toda la vida, pues el vínculo del matrimonio es indisoluble; que no pretenda que perdonemos totalmente a los demás; que no intente hacernos asistir a Misa todos los domingos del año; que no ponga como condición decir todos los pecados al confesor, además de tener el propósito de enmienda en todos ellos; que no me niegue la posibilidad de criticar o insultar cuando “mi muy personal criterio” lo mande; que no prohíba las esterilizaciones cuando algunos médicos, y otros metiches, así lo determinen. 

Aquí nuestra debilidad -con algo de mezquindad- se enfrenta al amor total de un Dios que derramó toda su sangre para salvarnos y que nos manda amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma; con toda nuestra mente; con todas nuestras fuerzas. Quienes no entienden esto se comportan como niños. En definitiva, con ese criterio egoísta en el que no caben los demás, y se defienden diciendo: “Yo así no juego”. Si ya lo dijo Shakespeare: “To be or don’t to be”. 

Poco a poco hemos ido resbalando por un mundo donde a los niños y a los jóvenes los vamos haciendo blandos, cómodos, egoístas: “chavos pétalos”, como diría un buen amigo mío. ¿Cuántas veces lo que necesita un niño es que no le demos ninguna importancia a su caída y sus raspones? ¡Que se levante! y cuando se dé cuenta que nadie le hace caso, dejará de llorar y seguirá jugando. (Claro está: en casi todos los casos; pues si realmente lo necesita, convendrá atenderlo, pero sin hacer una tragedia griega de lo que se arregla con tres o cuatro semanas de yeso). 

Vivir dándonos del todo, por completo, sin condiciones, hace que la vida valga la pena. Cuando nos entregamos a realidades objetivamente valiosas como lo son: la familia, la patria y Dios mismo, esa donación nos enriquece. Así, sí vale la pena vivir y podremos, además, morir tranquilos. Dios no nos regaló esta vida para ver televisión.