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El maravilloso valor del silencio

Dentro de la enorme cantidad de actividades que podemos realizar a lo largo de nuestra vida está la de viajar. No cabe duda que hacerlo ahora puede ser infinitamente más confortable que hace apenas cien años, cuando nuestros abuelos debían someterse a verdaderas torturas, recorriendo kilómetros y kilómetros a lomo de mula o en una robusta diligencia, tragando el polvo del camino y sufriendo las inclemencias del clima. Hoy podemos dormir por aire, mar y tierra en asientos reclinables, con clima artificial y mil comodidades más... y todavía nos quejamos de las esperas antes de salir, o de lo que sea, con tal de quejarnos (ésta es otra de las actividades que -por cierto, con bastante frecuencia- también podemos realizar los humanos. Quejarse siempre ha estado de moda).

Viajes en aviones, autobuses, barcos, trenes... Viajes cortos y largos en distancias y tiempo. Oportunidad para conocer gentes desconocida y, por lo mismo, dejen de serlo. Cada individuo una historia, sí señor, y a veces muy larga. Hay quienes prefieren descansar en esos traslados para reponer fuerzas, para meditar, para poder absorber, quizás, los golpes recién recibidos. Pero otros no pierden ni un minuto para dar a conocer su yo y sus circunstancias; comienzan diciendo dónde viven y han vivido; de dónde vienen y a dónde van... y a dónde piensan ir el mes entrante. A qué se dedican, ellos y sus parientes. Hablan de sus hijos, de sus padres, de sus abuelos. Hablan del perro que ¿cuida? la casa y de las características de su raza (la del perro, por supuesto) y las vacunas que le han puesto. Nos cuentan el tiempo que perdieron en una escala o del retrazo de un tren -como si ello fuera algo excepcional- y de los sustos que se llevaron al pasar su avión por unas bolsas de aire. Cuentan tragedias, alegrías y sinsabores. Enumeran sus enfermedades con lujo de detalles, con síntomas, medicamentos, análisis, doctores, enfermeras, hospitales, terapias, convalecencias, número de puntadas y tiempo de cicatrización y, para rematar, las obligadas dietas, y todo ello sin permitir que su acompañante tenga oportunidad de leer o dormitar durante el viaje.

Hablar puede resultar una auténtica necesidad, claro está, pero también puede llegar a convertirse en una genuina manifestación de imprudencia, y así como hemos de discernir los signos de los tiempos, hemos de aprender a descifrar las necesidades ajenas. Es aquí donde encaja, de forma maravillosa, la intuición. Saber callar puede ser tan importante como saber hablar.

Ahora bien, si piensa usted viajar en autobús prepárese a ver, o por lo menos oír, la película en turno. No espere que les pregunten a los pasajeros si desean ver lo que traen preparado los operadores del transporte, pues ellos tampoco eligen lo que proyectan; sólo cumplen las órdenes de la empresa y nada más. Eso sí, al llegar a su destino podrá presumir que vio una pésima película, pero sin que le cobraran más por ello, o sea: gratis. ¡Qué chulada!

Pero, por otra parte, comprobamos a diario que mucha gente es incapaz de vivir sin ruido, pues lo primero que hacen al subir a sus autos, como al llegar a sus casas, es encender el radio o la televisión... y a veces los dos. En algún momento alguien me comentó que el ruido es parte de lo que hemos de pagar por vivir con las “comodidades” propias de una ciudad. Probablemente parte del miedo al silencio sea cómplice del temor a escuchar la propia conciencia.

El punto 281 de Camino abre todo un horizonte a nuestras vidas, pues nos habla de la posibilidad de tener vida interior, cuando afirma: “El silencio es como el portero de la vida interior”, es decir, nos habla de una veta que el hombre moderno no ha descubierto aún, o mejor dicho, que hemos perdido como cuando el techo de una mina se viene abajo y sepulta las riquezas que otros ya habían descubierto y estaban explotando.

La cultura postmoderna ha llevado a gran parte de la humanidad a perder de vista el sentido trascendental de nuestras vidas, reduciéndolas a un simple “pasar disfrutando” en búsqueda de una felicidad que tiene mucho que ver con ese ruido que no nos permite escuchar, ni escucharnos. La tecnología hace ruido, distrae y aturde, por lo que nos conviene guardar un poco de silencio para poder concentrarnos y seleccionar los metales y piedras preciosas de la ganga. Qué importante es poder distinguir lo verdaderamente valioso de lo que no lo es, y estar entonces en condiciones para dedicar nuestros esfuerzos a aquellas realidades por las que vale la pena vivir.