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El jubileo termina, Cristo permanece

El jubileo del año 2000 llegó a su fin. Quedó cerrada la puerta santa de la basílica de San Pedro en Roma. Se acabaron los grandes viajes de peregrinos, las oraciones especiales, los momentos de penitencia, las confesiones más o menos masivas. Los santuarios ven bajar el número de peregrinos, si bien siempre habrá hombres y mujeres dispuestos a una experiencia diversa, más profunda, de Dios.

Se apagan muchos reflectores. Queda, sin embargo, en el corazón de muchos, el deseo de penetrar en el misterio, de llegar a Aquel que hace 2000 años rompió los cielos y vino a convivir entre los hombres, como uno de nosotros. El misterio de Jesucristo quizá hoy está más vivo que nunca, precisamente porque todos los progresos técnicos y los avances de la medicina no han conseguido todavía vencer la muerte ni llenar de paz el corazón de millones de seres humanos que viven y duermen en un mundo que no sabe exactamente hacia dónde va.

¿Quién fue Jesús? Fue un hombre. Quizá el hombre más excepcional que pisó sobre la tierra, pero ello no le impidió vivir plenamente como hombre, con las penas y alegrías propias de quien camina bajo las luces del sol y de la luna.

Jesús lloró como uno de nosotros. Aprendió a caminar como cualquier niño. Tuvo que obedecer a sus padres y trabajar como era lo normal en todas las familias pobres de una pobre aldea de Palestina. Tuvo amigos, y supo lo que era la traición. Tuvo seguidores, y no se dejó emborrachar por la fama ni por los aplausos frenéticos de la multitud. Tuvo enemigos, y fue capaz de estar por encima de ellos, de perdonarles, de no odiar a quien buscaba su muerte. Se cansó, y pidió agua. Tuvo hambre, y durmió vencido por el cansancio de un día de misiones. Hablaba, y le entendían los sencillos, los humildes, los pobres. Pero también supo cerrar la boca y fascinar a los sabios y a los grandes, a los entendidos, a los maestros.

Los niños podían estar a su lado y se sentían contentos, como si encontrasen a alguien que les comprendía, que les amaba, que les respetaba. Los ancianos encontraron en él una sabiduría superior que, en vez de humillarlos, les alegraba y les daba un vuelco de esperanza. Las mujeres, jóvenes o adultas, notaron en sus ojos una mirada limpia que no sabe de malas intenciones ni de deseos bajos, y se sintieron respetadas en su dignidad, incluso cuando, como alguna adúltera, fueron descubiertas en su pecado. Los ricos pudieron acogerlo en su casa, comer con él, y lo mismo lo acogieron los pobres: no miraba el vestido o la fama, sino que iba a lo profundo, a los corazones... También los leprosos pudieron llamar a su corazón, y encontraron esa acogida capaz de dar un nuevo sentido a la vida, a la enfermedad, a la muerte. Los soldados, los oficiales, no se sintieron humillados, sino que vieron en él a un hombre capaz de superar los odios de raza o de nación y de ayudar incluso al enemigo, al opresor, al representante de la temible Roma.

Ese hombre nació hace 2000 años. Ese hombre ha sido el gran festejado en el jubileo más solemne que ha tenido el mundo cristiano. Ese hombre, sin embargo, nos dejó con su vida y con su doctrina algo que nadie había prometido antes. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Son palabras que abren un mundo más allá de la muerte. Son palabras que sólo pueden venir de un hombre que sea, a la vez, Dios. Sí: Jesús es el Señor, es el Hijo de Dios vivo, es el Salvador. Decirlo implica mover las fibras del corazón y llenar el alma de una paz y de una esperanza que va más allá de las estrellas. La grandeza de Jesús no terminó con su muerte. La llama de amor y el mensaje de alegría que enseñó no terminó en el Calvario. La muerte no pudo contener su cuerpo, porque Dios no puede quedar sepultado bajo tierra. Con su victoria rompió nuestras cadenas, y la vida, desde entonces, brilla con especial intensidad.