La idea de que el embarazo inicia con la anidación (implantación) del embrión humano en el útero, o en alguna otra zona del seno materno, está bastante difundida y genera no pocas confusiones.
Con esta idea el embrión queda durante unos días, alrededor de siete, en “tierra de nadie”, muchas veces sin protección, y en otras ocasiones bajo el “fuego” de métodos mal llamados “anticoncepción de emergencia” que buscan simplemente que el embrión no se implante (es decir, que muera).
En realidad, la fecundación de un óvulo por un espermatozoide, si ocurre de modo satisfactorio, da lugar a la formación de un zigoto, un diminuto ser humano.
Este ser humano, pequeñísimo pero no por ello menos valioso, ha empezado a existir. Ciertamente, ni su madre, ni muchas veces los médicos, son capaces de detectar su presencia, de localizar en qué lugar de las trompas de Falopio está viajando, cómo se encuentra, qué tal va su desarrollo.
Aunque ni sus padres ni otras personas conozcan que existe, ese embrión es ya un hijo vivo. O, si usamos la terminología “clásica”, ha empezado un embarazo.
Porque el embarazo no inicia con la anidación, sino con la presencia de una nueva vida en el seno materno. El hecho de que la anidación aumente (aunque no garantice) las posibilidades de sobrevivencia de ese hijo no permite pensar que su existencia anterior carecía de valor.
La belleza de cada existencia humana radica en un complejo juego de riesgos y de éxitos que van desde la concepción hasta la muerte, y que permite a unos vivir pocas horas, y a otros más de 80 años.
Sea corta o sea larga, cualquier vida humana es digna de respeto. También cuando un hijo es un ser minúsculo, pequeño, embrionario, mientras avanza hacia el endometrio de su madre durante los siete primeros días de existencia terrena.