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El drama de Boromir

El poder atrae. Tener fuerza, conseguir un arma nueva, usar la astucia o la inteligencia, ser capaces de vencer, incluso con trampas, las dificultades o problemas que nos oprimen: es algo que nos tienta. A todos nos gustaría un poder tal que nos permita dominar el mundo, para arreglar los males, imponer justicias y fomentar bondades.

El Boromir de Tolkien sintió con fuerza la tentación del poder. Tener el Anillo que domina a todos los anillos significa contar con una energía especial, algo que podría ser usado para el triunfo del Bien. Parece absurdo renunciar al Anillo, querer destruirlo, cumplir con una misión casi imposible...

El mismo Frodo siente el peso del Anillo. Su honradez le permite rechazar mil tentaciones. Pero al final, cuando ya casi ha vencido, sucumbe y renuncia a destruir el Anillo. Sólo una providencia superior permite, en la fantasía de Tolkien, que la misión llegue a su término, que se imponga, sobre la avaricia del poder, la serenidad de la justicia y la “fuerza” de una amistad sincera.

El drama de Boromir es el drama de cada ser humano. Hacer una trampa para conseguir algo bueno. Mentir para mejorar la situación de la empresa. Abortar para no aumentar los problemas de la familia. Calumniar a un competidor para lograr un puesto de trabajo que me daría estabilidad económica. Tomar un poco de dinero del monedero de papá para comprarle un regalo a una amiga deprimida. Destruir embriones para que progrese la medicina y en el futuro puedan ser curadas enfermedades dolorosas. Ceder a una petición de sexo para no perder la intimidad de quien dice amarme con locura. Copiar en un examen para no dar un disgusto a papá y mamá...

Ese es el drama de Boromir y el drama de todos los hombres, desde el día en que Adán y Eva comieron del fruto prohibido. Una pequeña transgresión, una trampa, para lograr más poder. Incluso (esa es la tentación más engañosa) para hacer el bien, para construir un mundo mejor.

Allí está el Anillo del poder, el Anillo que controla todos los anillos. Allí está el sueño de construir un mundo mejor según nuestros propios planes, por encima de la Ley de Dios, por encima de la honradez humana, por encima del respeto a los demás. Allí está la tentación de decidir nosotros sobre el bien y sobre el mal. Una tentación que ha llenado de sangre el mundo (¡tantas guerras en nombre de la “justicia”!) y de lágrimas el corazón de las víctimas y de los verdugos (también el criminal, un día, llega a llorar por la malicia de sus actos, aunque en los libros de historia aparezca como un héroe).

La tentación del poder quedó vencida en una cruz, cuando Cristo no bajó ante quienes le gritaron: “Si bajas, creeremos”. Dijo no al milagro... y el milagro se produjo. Desde entonces, es posible decir “no” al pecado, construir un mundo mejor desde la sencillez de quien dice “sí, Padre” a todas horas. Aunque cueste, aunque no comprendamos, aunque el Anillo nos siga tentando y nos pese...

La última palabra de la historia la escribe el Bien. El Bien triunfa siempre. La Pascua es la señal de que vence quien dice “hágase” porque ama, porque confía en el Padre, porque cree en la bondad de cada mandamiento divino. Es la alegría de quien sabe que la fuerza no cambia los corazones, sino la humildad, sencilla, pobre, casi “impotente”, de un Jesús que lava, poco a poco, los pies de sus discípulos...