Experiencias trágicas como la del incendio de la guardería ABC pueden llevar a cuestionarse ¿dónde estaba Dios en esos momentos? Tales sucesos podrían debilitar la confianza en Dios y en una “Providencia amorosa”, súbitamente sustituida por el destino ciego frente al cual nos encontramos impotentes. Si a ello aunamos la ineficiencia de la justicia humana, las recriminaciones politiqueras y la irresponsabilidad, el resultado es un cuadro desconcertante, lamentable. No debemos esperar demasiado de la justicia, aunque no estamos eximidos de buscarla, pero lo cierto es que no nos devolverá la vida de los niños. Es oportuno preguntarnos ¿por qué?, y sobre todo ¿cómo arrojar un poco de esperanza a los familiares respetando al mismo tiempo su duelo?
Epicuro (341-270 a.C.) planteó la cuestión en toda su crudeza: “Dios o bien quiere impedir los males y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es impotente, lo cual es imposible en Dios. Si puede y no quiere es envidioso, lo que del mismo modo es contrario a Dios. Si ni quiere ni puede, es envidioso e impotente; por tanto, ni siquiera es Dios. Si puede y quiere, que es lo único que conviene a Dios, ¿de dónde procede entonces la existencia de los males y por qué no los impide?“. Dostoievski por su parte afirma: “Si el sufrimiento de los niños sirve para completar la suma de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo desde ahora que esa verdad no vale un precio tal”.
Únicamente aquel que lo ha padecido puede dar testimonio del sufrimiento, sólo él tiene autoridad –público reconocimiento- para hablar acerca del dolor. La fe cristiana afirma que el único que nos puede hablar del dolor y de la muerte es Jesucristo, porque siendo inocente los ha experimentado en su propia carne. La respuesta –si se le puede llamar así- al enigma del dolor no es un razonamiento sino una Persona. Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 309) que “no hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”, y el contenido de ese mensaje es Cristo; para enfrentar al mal hay que mirar a Jesús desde la fe.
No es una explicación racional del dolor la que ofrece Cristo, más bien es una luz en medio de las tinieblas del sinsentido, es la conciencia de no estar solos, de sabernos acompañados, comprendidos, precedidos cuando nos hallamos en medio de un transe difícil. No se trata de una simple consolación, sino de una experiencia eficaz que puede transformar nuestra respuesta al sufrimiento. El dolor frecuentemente es inevitable, pero la actitud ante el mismo es libre, y cuando la experiencia dolorosa se vive desde una óptica cristiana el hombre alcanza algunas de sus más altas cotas de humanidad.
Es una de las paradojas de la fe cristiana: en la Cruz Jesús convierte lo que era señal de condenación en camino de salvación; transforma el sinsentido del dolor en plenitud de significación trascendente y ocasión de unión con Dios. El dolor puede vivirse con esperanza y la persona puede libremente acogerlo cuando es incapaz de evitarlo; vivirlo de un modo diverso, trascenderlo, superarlo. Inaugura el cristianismo una misteriosa ecuación entre el dolor y el amor, dando lugar a respuestas insospechadas al sufrimiento, algunas de las cuales han escrito páginas únicas de heroicidad humana. Más que un ciego final puede representar un punto de partida, pensemos por ejemplo en Alejandro Martí.
No es que Dios quiera el sufrimiento: Cristo no hizo sufrir a nadie en su vida, pasó curando enfermedades y dolencias físicas o morales. Curó a los demás, pero experimentó en su propia carne el aguijón del dolor. Es más, se sirvió del sufrimiento para manifestar la intensidad de su amor. Nadie en su sano juicio puede querer el sufrimiento, y sin embargo Jesús lo aceptó, fue en su búsqueda, manifestando así un deseo vehemente, una voluntad grande, un amor más fuerte que la muerte y que culmina con la Resurrección, horizonte de todo sufrimiento humano.
Jesús no deja solos a los hombres con su dolor, por el contrario, da luz, sentido, acompañamiento siempre que acojamos el sufrimiento desde la fe. Al darnos la oportunidad de unirnos a Él, nos permite trascender y descubrir en ese dolor la otra cara de la moneda que es la unión con Dios, la salvación. El cristianismo tiene la audacia de plantear que la plenitud del sentido no excluye la experiencia del dolor y de la muerte, sino que las integra, porque ahí encontramos a Cristo, y con Él la esperanza de la resurrección. Dios no es la causa del mal y del dolor, la causa es el pecado, pero Dios ha vencido en Cristo al pecado y sus consecuencias: la muerte y el dolor, convirtiendo a estas últimas en camino para la Vida y ocasión de conversión de los que aún estamos con vida.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía por la Università Della Santa Croce