El padre abad estaba agotado. Acababa de terminar unas misiones populares: horas y horas de visitas a los hogares de la gente, de confesiones, de misas, de conferencias, de oración.
Pocas veces había tocado tan de cerca el pecado y el mal. Familias rotas, esposos infieles. Adolescentes y jóvenes “quemados” por el trío que forman droga, alcohol y sexo. Ancianos abandonados y tristes, dolidos por la ausencia de los hijos y por el avance imparable de enfermedades destructoras. Pobres sumergidos en su miseria. Mujeres humilladas y maltratadas por esposos prepotentes.
Al acostarse, el peso del cansancio selló sus ojos. Luego, en lo más profundo de la noche, empezó a soñar.
Veía a un diablo veterano, lleno de odio y vanidad, acercarse a un crucifijo. El diablo llegaba ufano, como quien ha logrado grandes victorias, como quien se siente satisfecho por su obra. Empezó a hablar con arrogancia:
“Nazareno: sigues clavado en una cruz. Tu derrota es cada vez más evidente. ¿No te rindes ante un mundo que te da las espaldas? ¿No sientes el dolor por tu sangre derramada inútilmente?
La victoria entre los hombres está en mis manos. Mira cómo tengo embobados a millones de adolescentes y jóvenes. Observa de qué manera inician a vivir borrachos de placeres y obsesionados por músicas estrambóticas.
Acogen cadenas de caprichos mientras sueñan con ser libres. Como si no supieran que el placer obsesiona, que sus rebeldías los esclavizan, que su presunta autonomía no es más que un sometimiento a las pasiones más bajas de la soberbia y la lujuria.
Observa a los adultos, que ya no quieren ni se atreven a educar a sus hijos. ¿Cómo pueden los padres pedir a sus hijos rectitud, pureza, altruismo, si ellos mismos ya no creen en los valores del espíritu? ¿Cómo van a enseñarles que el dinero no es todo si están obsesionados por los números de las cuentas bancarias? ¿Cómo van a mostrar la belleza del amor si llevan, en sus conciencias, el drama de egoísmos atroces, de uno o varios abortos, de trampas en la empresa, de mentiras y calumnias despiadadas, de infidelidades, de divorcios?
Observa a los que piensan que son “tuyos”, a los consagrados. Poco a poco han caído en mis manos. Cientos de sacerdotes, de religiosos y de religiosas, están más preocupados en la programación neurolingüística, en el Reiki, en la meditación transcendental o en el budismo zen que en el Evangelio. Han dejado atrás las páginas del Evangelio para leer las obras de Marx, Freud, Nietzsche, Kafka, Buda o Gandhi. Han abandonado los hábitos para vestir como el mundo, para vivir como el mundo, para buscar caminos de maduración y autorrealización lejos de la cruz y lejos del amor que Tú, Galileo, quisiste sembrar entre los hombres. Están más preocupados por su “estabilidad psicológica” que por transmitir tu mensaje de misericordia a los hombres. Viven encerrados en mundos pequeños donde la envidia, la crítica o la desesperanza son el alimento cotidiano de sus espíritus empobrecidos.
Observa a los políticos y a los intelectuales. No hacen más que promover mi programa: libertad para el aborto, libertad para el sexo, libertad para la diversión, libertad para la droga, libertad para la eutanasia. Imponen poco a poco, hasta los últimos rincones del planeta, la cultura de la tristeza y de la muerte, donde el aborto sea algo trivial e “higiénicamente correcto”, donde el suicidio y la eutanasia se disparan hasta llegar a ser el paso absurdo de quienes se olvidan de Ti y vienen a ponerse entre mis garras diabólicas...”
El Crucificado guardaba silencio. Un sudor denso, sangriento, caía por su Cuerpo flagelado. Pero en sus ojos había un fulgor extraño, una confianza intensa, una señal de esperanza. El diablo estaba inquieto: no podía resistir ante esos ojos del Nazareno, no comprendía por qué Jesús no reconocía una derrota que parecía irremediable, no aceptaba que pudiera surgir algo nuevo y noble entre los hombres.
El padre abad despertó. Sentía en su alma una extraña mezcla de pena y de sosiego. Había palpado, durante las misiones, la presencia del mal en tantos bautizados. Pero también recordaba a aquel borracho que había prometido dejar el vicio. A aquella esposa que perdonaba y amaba a su marido traicionero. A aquel enfermo que sonreía cada vez que miraba al Crucificado que estaba junto a su lecho de dolores y esperanzas.
Es cierto: el mal parece levantar mil banderas de victoria. Pero son banderas efímeras y engañosas. Mientras, en silencio, la Sangre de Cristo entra en corazones heridos, lava penas profundas, perdona pecados y enciende amores.
La última palabra de la historia será la del perdón y la alegría: la Cruz vence, la tumba queda vacía, la paz y la esperanza guían los pasos de las almas que se hacen sencillas como pequeñuelos. Mientras, Cristo el Nazareno nos susurra con cariño: “No estoy muerto: vivo para ti, corazón humano, corazón herido, corazón inquieto, corazón muy amado por mi Padre que también es Padre tuyo...”