El diablo y el Crucificado
El padre abad estaba agotado. Acababa de terminar unas misiones populares: horas y horas de visitas a los hogares de la gente, de confesiones, de misas, de conferencias, de oración.
El padre abad estaba agotado. Acababa de terminar unas misiones populares: horas y horas de visitas a los hogares de la gente, de confesiones, de misas, de conferencias, de oración.
El padre abad estaba agotado. Acababa de terminar unas misiones populares: horas y horas de visitas a los hogares de la gente, de confesiones, de misas, de conferencias, de oración.
No me mueve mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme al verte,
clavado en esa cruz y escarnecido.
Muéveme al ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus llagas y tu muerte.
Muéveme, en fin tu amor de tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y si no hubiera infierno te temiera.
Espera, mi Señor crucificado,
espera que despierte el corazón;
que, al mirarte silencioso y traspasado,
te dirá nuevamente su canción.
Cantando bajo el cielo de la noche,
al sentir, mi Señor, tu inmensidad,
cuando todo callaba junto a mí,
me cubría como un manto tu bondad.
Llorando bajo el cielo de la noche,
he dejado que muriera mi cantar;
y en la noche más oscura de mi vida,
tal vez Tú te cansaste de esperar.