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El Código Da Berrinche

No fue hasta que un miembro de la guardia real de la Reina Victoria –el teniente Richard Winstoners- descubriera que Miguel Ángel había dejado grabadas las iniciales de Napoleón Bonaparte en la sombra de los dedos del pie derecho del David. A partir de entonces comenzó a sospechar que los atentados contra la reina tenían relación con los planes perversos de los rusos al aprovecharse de un falso invierno en el que supuestamente habían derrotado al ejercito del emperador francés. Dichas conjeturas no podían ponerse en duda toda vez que los pergaminos del Mar Muerto hacían referencia a los largos períodos de calor que habían azotado el Norte de Europa durante los inviernos anteriores. Todo estaba tan claro como el agua. Pero mucho tiempo después a Bush y al pueblo norteamericano no les convenía que estas verdades fueran conocidas pues, de ser así, estaría en peligro el liderazgo moral con el que habían podido ganar la Segunda Guerra Mundial y la Guerra del Golfo. Winstoners había descubierto también que la verdadera esposa de Nicolás II no era la Zarina Alexis, como todos pensaban, sino una doncella de ella, de nombre Ana Kosnikova con la que había procreado un hijo al que mantuvieron escondido hasta la edad de 23 años. El Zar le había confiado un secreto a Ana Kosnikova; un secreto del que dependía su futuro y el de toda la nación: Él no era ruso... sino chino, y se había hecho cirugías plásticas cuando pasó por Nagasaki previamente a ser apadrinado por una poderosa familia rusa que deseaba hacerse con el poder antes de que los anarquistas y los bolcheviques se pudieran organizar más de lo que ya estaban. Todo ello concordaba con los recientes asesinatos del mayordomo real y su familia perpetrados por una temible y sádica pelirroja -Linda Catherine Smith, que se hacía llamar Maggy- la cual actuaba bajo las órdenes del general Mc’Carthur. Aquella hermosa mujer no dejaba de repetir “volveremos; volveremos”. De hecho, ese era su lema preferido desde que lo escuchó en labios de su primer marido John Dublasier, de origen franco canadiense, quien había trabajado para Mc’Carthur, durante casi trece meses, en las oficinas centrales de Inteligencia del ejército y donde había tenido acceso a los documentos secretos enviados por el Pentágono, donde aparecían las evidencias de que los nietos de Nicolás II eran los verdaderos autores de los atentados en el Norte de África. ¿Sería usted capaz de seguir leyendo esta ingrata novela si se alargara hasta completar 454 páginas? ¿No? Pues si aplicamos el mismo criterio no sería fácil entender por qué tanta gente ha leído El Código Da Vinci. No es de extrañar que alguien sea capaz de escribir una novela como ésa; lo que me resulta incomprensible es que exista tanta curiosidad morbosa en tantísima gente para haberle dedicado una buena cantidad de horas a su lectura… y como si fuera poco, hay quienes hasta le atribuyen valor histórico ¡y luego dicen que la televisión no hace daño! Con respecto a aquellos que han perdido la fe en la Iglesia Católica después de leer El Código Da Vinci, podemos concluir que no se pierde lo que estaba perdido. Esta triste realidad deja ver la falta de coherencia de muchos católicos, quienes no manifiestan ningún interés en estudiar la doctrina católica, como tampoco se interesan en leer las Sagradas Escrituras para conocer la palabra de Dios y todo ello aunado, por supuesto, a un poco de mala leche. Esto explica cómo la lectura de una novela que conjuga la falta de rigor histórico y geográfico, con el deseo de atacar a la Iglesia y una mediocre calidad literaria pueda haber conseguido tanto éxito comercial. ¡Hágame usted el favor! Si hemos de interpretar los signos de los tiempos, habremos de concluir que hay más tarugos que los encuestados por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI)… lo cual puede ser muy peligroso.