No es fácil determinar si vivimos con más tiempo o con menos tiempo que en épocas pasadas.
Es cierto que la velocidad de la rotación de nuestro planeta se ha conservado casi inalterada (o con variaciones insignificantes) durante milenios. El hombre de hace 25 siglos podía contar, igual que nosotros, con 24 horas cada día.
Pero aquel hombre, ¿tenía más tiempo o menos tiempo que nosotros? La abundancia o la carencia de tiempo depende de diversos factores, que han cambiado mucho durante siglos.
El primer factor consiste en la satisfacción de las necesidades básicas. Si uno tiene que matarse, literalmente, durante horas para conseguir un poco de comida y el dinero necesario para lo indispensable (o para pagar deudas asfixiantes), sentirá que le falta tiempo para muchas otras cosas. Si otro, en cambio, sabe que ni hoy ni mañana ni en el futuro inmediato carecerá de lo básico, tendrá a su disposición más tiempo para otras actividades.
El segundo factor surge desde la cantidad de deseos que hay en cada corazón. Quien busca lo mínimo en la vida, quien no desea progresar, quien prefiere “alargar la noche” durante horas y horas en la cama, quien se queda absorbido ante las imágenes de una pantalla (o
ante los espectáculos del antiguo teatro griego), tendrá, seguramente, pocos deseos y su única preocupación consistirá en cómo “matar” el tiempo que siente a veces lento o monótono.
En cambio, quien quiere ver a sus familiares más o menos lejanos, quien busca continuas mejoras en la casa, quien estudia una y otra vez para ascender en el puesto de trabajo, quien desea con ansiedad leer más y más informaciones, notará cómo el día se le escapa de las
manos, cómo las horas no bastan para satisfacer todos sus deseos.
El tercer factor nace del ambiente en el que vivimos, de las personas que nos rodean, de las leyes que facilitan o hacen difícil la vida diaria. Si a nuestro alrededor hay personas que nos piden continuamente ayuda, que nos exigen respuestas más o menos rápidas, que nos aturden con llamadas (o, en el pasado, con visitas), las horas del día serán insuficientes para atender adecuadamente cada asunto. En cambio,
hay personas que viven en un aislamiento más o menos práctico, sin problemas con la burocracia y sin molestias de familiares o amigos inoportunos: para ellas el tiempo puede llegar a pasar lentamente, en días y días sin interrupciones que impidan realizar los propios planes.
Se podrían añadir más factores. Lo importante es individuar, en la propia vida, cuál es la situación en la que me encuentro, qué exigencias merecen mis mejores esfuerzos, qué deseos valen la pena. Al mismo tiempo, no hay que tener miedo a reconocer que muchas ansiedades
y actos concretos me llevan a invertir el tiempo que tengo a disposición en cosas insignificantes o incluso nocivas, porque me apartan de obligaciones serias y porque me encierran en un mundo pequeño y reducido que me deja poco tiempo para lo que sí es importante.
Cada día inicia con su ritmo terrestre y con los mil cruces de caminos entre mis necesidades, mis deseos, y los encuentros con quienes viven a mi lado. Es importante poner orden en mis prioridades, para que lo importante recibe lo mejor de mi tiempo, y para que lo secundario sea siempre eso: secundario.
Si vamos más a fondo, a la luz de verdades perennes y del horizonte de lo eterno, podremos reconocer que lo mejor de mi tiempo merece ser invertido en aquello que me prepara al encuentro con Dios (para siempre) en el cielo, y en el amor sincero y constante hacia los familiares, los amigos, los conocidos y los necesitados.
En otras palabras, es urgente descubrir que sólo vale la pena el tiempo cuando se vive desde el amor y hacia el amor. Empezamos a existir, en un día concreto del tiempo terreno, desde el amor que Dios nos tenía y que reflejaron nuestros padres. Seguimos en la vida porque nos aman y porque amamos.
Por eso, lo mejor que podemos hacer, al descubrir que somos amados, es amar. Entonces llegaremos a un buen empleo de nuestro tiempo (abundante o escaso) y empezaremos a descubrir lo hermosa que es la vida si se “gasta” a la luz de la clave maravillosa del amor sin medida, que nos lleva suavemente desde el tiempo hacia lo eterno.