"Cuan equivocados estamos al pensar que dejamos de enamorarnos cuando envejecemos, sin saber que envejecemos cuando dejamos de enamorarnos", escribió García Márquez.
Jesús iba a visitar a sus amigos, a sanar y a predicar por propia iniciativa. No podemos olvidar que antes que la nuestra está la iniciativa de Dios. Él es el que sale a nuestro encuentro. Considerar su iniciativa por cada uno de nosotros. Ante cualquier cosa que nos pasa se compadece. El amor de Dios se llama misericordia porque yo tengo miserias. La Cruz es el amor de Dios que no puede más.
La Eucaristía es el amor de Dios por nosotros; esa conciencia es la que más nos ayudará. Y también seremos misericordiosos. El que se sabe amado es feliz y, naturalmente le sale dar lo que ha recibido. Si nos sabemos amados por Dios seremos dichosos, no tanto porque vamos sino porque Él viene a mí. Con su fuerza iremos adelante. ¿Qué tanto confías en la misericordia? Se nota en los actos de contrición, de arrepentimiento, que es volver a la casa del Padre.
El amor de Dios es creador. El Señor no quiere nuestra desgracia, quiere nuestra fidelidad. Cuando permite contradicciones grandes es para purificarnos. Lo importante es que Dios nos ama; sostenidos por esta luz, la vida ordinaria adquiere su profundo sentido sobrenatural. Desaparece la monotonía. Decirle al Señor: “Si tú no me sostienes, se desenfoca todo. O se trata de estar en regla con el Dios de la salvación. Si hay rutina en la oración es falta de conciencia de quien es Dios. Para estar conmigo, el Señor se dejó triturar como el grano de trigo, y se quedó en la Eucaristía. El que experimenta el perdón, perdona.
Todos los días podemos ser más santos, más de Dios, y esto tendría que entusiasmarnos hasta humanamente porque Dios nos ama también con un corazón humano. Se trata de ser fieles al proyecto que Dios ha diseñado para cada uno, para mí. En esto nadie nos puede suplir. Dios nos ha diseñado para ser santos, responderle. “El amor satisface por sí solo... es lo único con lo que la criatura puede responderle a su Creador”, dice S. Bernardo (Sermo 83). “Mi amor es lo que me da solidez”, decía San Agustín.
Dios tiene un camino para cada uno. Si se pasa por crisis o túneles oscuros, se puede salir más purificado de ellos; pero no siempre es necesario pasar por ellos. Sólo Dios lo sabe. Dios nos dice: Yo te redimí y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las aguas, estaré Yo contigo, y no te anegarán sus corrientes; cuando anduvieres en medio del fuego, no te quemarás, ni la llama tendrá ardor para ti, porque yo soy el Señor Dios tuyo (Cf. Isaías 43, 1-3).
Dice el profeta Oseas: “¿Qué voy a hacer contigo Efraín? ¿Qué voy a hacer contigo Judá? Tu amor es nube mañanera, es rocío matinal que se evapora. Por eso los he azotado por medio de los profetas… Porque yo quiero sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Oseas 6, 4-6).
El amor de Dios es un amor tan infinito que no nos cabe en la cabeza. Dios nos quiere con locura, de un modo desfasado. No lo podemos imaginar ni de lejos. Y en el Cielo, estamos llamados a la visión beatífica; vamos a ver a Dios sin intermediarios. El mismo Dios va a impregnar nuestro ser. Estar en el Cielo es estar en Dios, en una unión total. No sabemos apreciar toda la bondad de Dios que esto supone.
En un curso de retiro a Juan Pablo II, Bruno Forte —que dirigía las pláticas— les decía un dicho napolitano: “Podemos vivir sin un por qué, pero no podemos vivir sin un por quién”. Juan Pablo II le dijo que le había dado tema para todo el retiro, y que traía esa idea como ritornello: vivir por Jesucristo. Jesucristo es el rey de nuestra vida, es nuestro modelo y nuestro amor.
Escribe Benedicto XVI: “La historia está marcada por una polémica entre el amor y la incapacidad de amar, esa desolación de las almas, propia de los hombres que sólo reconocen valores y realidades cuantificables... Esta destrucción de la capacidad de amar produce un aburrimiento mortal. Es un veneno para el hombre. Cuando se impone, destruye al hombre y al mundo con él” (La sal de la tierra, p. 307). Goethe también hizo suya la idea de San Agustín que presenta la historia como un conflicto entre dos ciudades, y decía que la totalidad de la historia era una lucha entre la fe y la falta de fe.
Dios ha hecho a los hombres con el fin de conducirlos a la salvación; pero el hombre no es sólo cabeza, sino también corazón. Por eso Dios ha hablado al entendimiento y también al corazón del hombre, todo para obtener la conversión. Para ello emplea exhortaciones, parénesis.
Si cultivamos el amor de Dios, Él nos mantiene encendidos. A base de cosas pequeñas, vamos hacia Dios. San Luis María Grignon de Montfort escribe: Entre las múltiples causas que debieran movernos a amar a Jesucristo está “la consideración de los dolores que quiso padecer para mostrarnos su amor... porque este amantísimo salvador ha trabajado y sufrido muchísimo para redimirnos. ¡Oh cuántas penas y amarguras hubo de soportar! (Cap. XIII n. 154).
Sólo el amor hace útil la fe. Puede sin amor existir la fe, pero no aprovecha (cfr. San Agustín, De Trinitate, XV, 18, 32). Dios nos dice: “No intentes comprender por qué te quiero. No podrías”.
Existe una ley en todo el universo según la cual nadie puede ser coronado a menos que haya luchado. La única manera en que uno puede demostrar que ama es realizando un acto de elección. Por eso el hombre vale más o menos, no por lo que tiene o lo que es, sino por lo que decide.
El Señor le dijo en la oración a Gabriela Bossis: “Cada alma tiene su manera de amar. No me prives de la tuya. Yo no confundo las cosas. Yo disfruto de vuestras maneras especiales. Desde el comienzo del mundo, ninguna se parece a otra; es lo que hace la sinfonía de mis delicias. ¿No tengo derecho a ello? Y sin embargo, yo no exijo nada. Espero”... Me gustaría tanto, hija, que contaras conmigo... Pregúntate lo que Yo represento en tu vida, y no seas toda para ti, sino toda para Mí. Y Yo me ocuparé de ti. Todo sufrimiento que me ofreces por amor me consuela en mis sufrimientos. Si me amas, regocíjate de sufrir, pues en eso estamos unidos (Él y yo, n. 334y 162).
Un proverbio hindú dice: “Es una locura amar, a menos de que se ame con locura”. Y hay quienes lo logran: los santos.