Cada tiempo, en el ciclo litúrgico de la Iglesia, tiene una
peculiaridad. Y así como la Pascua habla de la alegría por la victoria
de Jesucristo, y la Cuaresma del esfuerzo y de la purificación
sacrificada que hay que ir realizando en la propia vida para poder
llegar a Cristo, el Adviento se convierte para los cristianos en un
tiempo de levantar los ojos de cara a la promesa que Nuestro Señor hace
a su Iglesia de estar con nosotros. El Adviento es la preparación de la
venida del “Emmanuel”, es el tiempo del cumplimiento de la promesa de
Dios.
El Adviento está tocado, de una forma muy particular, por la
característica de la esperanza. La esperanza como virtud que sostiene
al alma, que consuela al ser humano. Teniendo en cuenta este sentido
esperanzador del Adviento, creo que cada uno de nosotros tendría que
reflexionar sobre el tema de lo que es la esperanza en su vida.
Cuántos desánimos, cuántas fragilidades, cuántas decepciones, cuántas
caídas y cuántos momentos de rendirse a la hora del trabajo espiritual,
apostólico y familiar no tienen otra fuente más que la falta de
esperanza. La falta de esperanza es fruto de una falta de fortaleza
que, al mismo tiempo, es el resultado de la carencia de perspectivas de
cara al futuro, que es lo acaba por hundir al alma en sí misma y le
impide mirar hacia el futuro, mirar hacia Dios.
Ahora bien, la esperanza tiene dos facetas que debemos considerar de
cara al Adviento. Hay una primera, que es una faceta de dinamismo. La
esperanza empuja, porque es como quien ve la meta y ya no se preocupa
de si está cansado o no, de si las piernas le duelen o no, ni de la
distancia a la que viene el otro detrás. Sabe hacia dónde se dirige,
tiene una meta presente y corre hacia ella.
La esperanza es algo semejante a cuando uno está perdido en el campo, y
de pronto ve en la lejanía un punto que reconoce: un árbol, una casa,
una parte del camino; entonces, ya no le importa por dónde tiene que ir
atravesando, lo único que le interesa es llegar al lugar que reconoce.
La esperanza es algo que te sostiene y te permite seguir adelante sin
preocuparte de las dificultades que hay en el camino.
La segunda faceta de la esperanza es la purificación, que produce un
efecto correctivo y transformador en la persona. La esperanza, al
mostrarme el objeto al cual tiendo, me muestra también lo que me falta
para lograr alcanzarlo. Por eso la esperanza se convierte no en una
especie de resignación o de ganas de hacer algo, sino en un fermento
dentro del alma.
Si Cristo es mi esperanza, ¿qué me falta para alcanzarlo? Si la armonía
de mi familia es mi esperanza, ¿qué me falta para conseguirla? Si mi
hijo necesita que yo le dé este o aquel testimonio, ¿qué me falta para
podérselo dar? La esperanza se convierte en aguijón, en resorte dentro
del alma para que uno pueda llegar a obtener lo que espera.
Es necesario que en nuestras vidas existan estas dos dimensiones de la
esperanza: la dimensión dinámica y la dimensión de la purificación. Si
nada más te quedas en el sostenerte, nunca te vas a transformar, nunca
vas a llegar. Y si nada más te quedas en el transformarte, al ver lo
duro, lo difícil y lo áspero de esta transformación, puedes caer en la
desesperanza.
Aprendamos, entonces, a vivir en este tiempo de Adviento con la mirada
dirigida hacia Cristo, que es el objeto de nuestra fe. Pidámosle al
Señor que nos permita encontrarlo y recibirlo, y que nos otorgue la
gracia de sostener nuestro corazón en el arduo trabajo diario de
santificación.
Les invito a que con la esperanza como virtud central en este tiempo de
Adviento, podamos repetir lo que dice el salmo 26: "El Señor es mi luz
y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de
mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?”.