Puedo enseñar a un niño a sumar, a desmontar y montar un tren eléctrico, a respetar las reglas del fútbol o del baseball. Puedo enseñarle a limpiarse las manos antes de comer, y a dar las buenas noches a los abuelos antes de acostarse. Puedo enseñarle a pedir perdón al hermanito cuando ha habido algo más que malas palabras, y a que ayude a una persona anciana que quiere cruzar la calle. Puedo enseñarle a juntar sus manitas, antes de dormir, para repetir conmigo algunas oraciones sencillas a Jesús y a la Virgen.
No todo lo que enseñamos a nuestros hijos se coloca en el mismo nivel. Es muy distinto enseñar a sumar que enseñar a rezar. Es muy distinto enseñar a jugar fútbol que enseñar a ser educado con los extraños que vienen a casa.
Y es que son cosas diferentes “enseñar que” una cosa es así o asá, y “enseñar a” hacer algo, como el nadar, el caminar o el dar las gracias (y esto último vale mucho más que lo que podamos imaginar).
En cierto sentido, toda educación busca, simplemente, “enseñar a ser”. Lo cual implica que el niño vaya conquistando, primero, una serie de conocimientos fundamentales a nivel teórico; luego, una serie de habilidades prácticas. Pero, sobre todo, queremos que sepa orientar su corazón hacia los valores más importantes. Es importante que aprenda a sumar, a leer, a hablar en público. Es importante que coja bien los cubiertos, que al caminar no tropiece con todo lo que encuentre por delante, que se lave bien los dientes después de comida. Es importante, sobre todo, que descubra los valores, aquellos parámetros desde los cuales juzgamos lo más profundo de cada persona.
La lista de conocimientos a aprender es infinita. Van desde las ciencias exactas a las ciencias humanísticas, desde los idiomas hasta la biología. En cuanto a las habilidades, el campo es infinito, y siempre hay nuevas cosas que aprender. Pero es en los valores en donde se juega todo. Se trata de aprender cosas tan fundamentales como el respeto a la vida, el amor, la fidelidad, la familia, la justicia, la paz, la amistad, la religión, la confianza, la sinceridad, la generosidad...
Uno puede ser un analfabeto, pero su “medida” como ser humano se encuentra en sus valores. Uno puede ser premio Nobel de medicina, pero si no respeta la justicia o usa parte de sus descubrimientos para el mal, “vale” bien poco, aunque “sepa” mucho. O, mejor, vale en cuanto teórico, en cuanto “científico”, pero no en cuanto hombre o mujer capaz de vivir en una sociedad justa y democrática.
Cada nueva generación debe aprender los valores de quienes ya viven como adultos. En la historia humana no hay nada determinado por el pasado. Cada momento del presente, cada acto educativo de la familia, de la escuela, de la televisión, de los cuentos o juguetes que usan nuestros hijos, tiene su importancia para que el mañana sea un poco mejor, un poco más ético. Lo saben muy bien los padres que han visto a sus hijos perderse en las arenas movedizas del alcohol o de la droga. Lo saben los maestros que sufren cuando algunos alumnos son arrestados, como delincuentes, y encerrados en una cárcel de menores. Pero también lo saben los padres y educadores que un día, después de muchos años de esfuerzos y sacrificios, gozan al ver que sus hijos viven con honradez una profesión, crean un hogar justo y armonioso, y hablan con ellos con la gratitud de quien no sólo ha recibido un poco de dinero o un conjunto de datos, sino, sobre todo, una educación profunda a los valores.
Sí: Toño y Lupita deben aprender muchas matemáticas y gramática. Pero deben aprender, sobre todo, a vivir como hombres llamados a construir un mundo justo, en el que el amor valga más que un puñado de dólares. Aunque luego no sean millonarios. Basta con que sepan amar y vivir para los demás.
Este artículo es parte de el libro "La vida como don. Reflexiones humanas y cristianas para un milenio que inicia" de Fernando Bosco Pascual Aguirre de Cárcer